A partir de los últimos días de noviembre del año 2000, las dos grandes televisoras de México comenzaron a exhibir un spot donde se mostraba el amanecer en varias ciudades del país. Una música de fondo, se trataba de una flauta transversa, acompañaba la edición de aquel mensaje que daba a entender, como si se fuera el nuevo siglo azteca (que sucedía cada cincuenta y dos años) que los habitantes del suelo mexicano estábamos ante algo inédito y que, por supuesto, el futuro estaba en manos de todos. Le recordaré sólo tres secuencias: un niño que ve cómo su “madre” vierte agua en una palangana de plástico; un hombre entrado en años que baja unas escaleras mientras carga su bicicleta y otro que se echa al lomo un atillo con periódicos.
Esa promoción fue pagada por el nuevo gobierno de la presidencia de la república y la voz en “off” que decía: “Es hora de los mexicanos” resultaba esperanzadora para los millones que hacíamos la audiencia de la entonces pacífica, pactada y aceptada transición de poderes. Pero la mañana del uno de diciembre de hace seis años comenzó con algunos errores que pronto se convertirían en la constante de todo el sexenio. Es verdad que entonces Vicente Fox Quesada, el chico de la Ibero convertido a ranchero, después a empresario y como neopanista en hombre de acción política, había escalado hasta el primer puesto del país, de manera limpia y transparente, al menos en las elecciones (las campañas, siempre lo hemos intuido, son otra cosa). No había puntos a discutir sobre si era él quien debía ocupar la silla presidencial. Y cuando esa mañana, el señor Fox acudió a uno de los barrios más populares de la ciudad de México, en compañía de Martha —aún no eran la “pareja presidencial”— a desayunarse tamales; todos nos embebíamos con las imágenes del ranchero mal hablado, del botudo que pronto sería el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos.
Tras dar cuenta de unos cuatro tamales, en el barrio de Tepito, Vicente Fox se cambió de ropa y ya con su tacuche, fue a dar gracias, como buen mexicano, a la mismísima basílica de Guadalupe. No fue común ver aquello, pero como “el nuevo” no era masón y sí panista, pues ni quien chistara por su gesto de catolicismo. Pero fue en la Villa, antes de rendir protesta ante el pleno del Congreso que lo esperaba en palacio legislativo de san Lázaro, cuando el cura (¿o sería el abad de la basílica?) dio el mensaje de bienvenida dijo que sentía mucho gusto de recibir al “don Vicente Fox, presidente de México”; bueno, cosas de un protocolo anticipado o era también que los mexicanos no sabíamos tantas nociones de derecho constitucional, como ahora.
Luego fue el numerito en san Lázaro. Coberturas por aquí y allá, testimonios de los invitados importantes (ahora pésimamente llamados “VIP”) y después el desplazamiento hasta el Auditorio Nacional, cuando llegó el turno de la siguiente metida de pata. El nuevo presidente recibió, como regalo, un crucifijo, ¿recuerdan que lo levantó para que todos pudieran ver tan lindo detalle? Allí comenzaron sus merecidos ataques a la yugular y eso que aún no se echaba el trompo a la uña con el impuesto a los medicamentos, que aún faltaba para que inventara que sí podría expropiar terrenos y construir el nuevo aeropuerto, que, que, que... nada había de nuevo bajo el sol.