Vivo a unos doscientos metros de un templo evangélico. Cada domingo (sobre todo ese día) ellos asisten con su ropa bien aliñada, peinados y despidiendo aromas de perfume que hasta pareciera se trata de una “fiesta” grande y no de un tedioso, gris, aburrido y triste domingo. Bueno, para cualquiera que profese una religión cristiana, se supone que el séptimo es un día para agradecer al creador de todas las cosas y no sólo para comprar dos kilos de carnitas, andar con pans y correr al supermercado a las ocho de la noche para pedir a la muchacha de la salchichonería que haga el favor de rebanarnos un cuarto de kilo de jamón de espaldilla.
Cuestión de enfonques y de acomodos. Creo que siempre odié las misas demasiados matutinas porque durante mi infancia me perdía la transmisión del programa que todo los niños mexicanos (que tuvieran televisión en su casa) estaban obligados a ver: “En familia con Chabelo”. Pues no, yo tenía que poner mi cara de felicidad porque me llevaban a la misa de los niños, que empezaba a las diez en punto, justo cuando iniciaba la transmisión de: “Odisea burbujas”. Es decir, por culpa de un despistado curita que no sabía calcular su “raiting” yo me perdía el final de un programa y claro, el otro completo. Si aquel hombre hubiera previsto hacer su “misa de niños” a las doce, y la de “jóvenes” a las dos de la tarde, sus canastas de limosnas se hubieran llenado más de la cuenta. Creo que el problema con las misa de doce era que justo a esa hora comenzaba la transmisión del partido de fútbol.
Pero como a los que somos católicos sólo nos chasquean el látigo como animales de circo, como que jamás llegamos a comprender para qué ir a la misa cada domingo; si hay oportunidad de hacerlo cuando son los quince años de la vecinita, se casa la prima, bautizan al sobrino o deben celebrarse las exequias del abuelo. Total, para come-santos-caga-diablos, cada templo católico tiene al beaterio que se merece. Y cada alcancía, a los arrepentidos de costumbre.
Pues la tarde-noche del veinticuatro, como buen católico hipócrita, me fui a meter a la catedral. Busqué una banca solitaria en la capilla del Sagrario y me quedé pasmado a ver los cuadros que allí se exhiben. Y como ya se me olvidaron los rezos complicados y los ruidos distraían, pues nomás pensé: “Ay niñito Jesús, aquí vengo a hacerte compañía”. Afuera de la capilla, pero dentro del templo, se escuchaba el ensayo de unos villancicos, un grupos que rezaba el rosario a todo lo que daban sus pulmones y compitiendo, una voz cascada que leía el boletín parroquial. El lugar donde me encontraba era quizá el menos concurrido, o como allí había permanencia voluntaria, la feligresía entraba, caminaba hasta los pies del altar —justo donde se yergue una pila con agua bendecida— mojaba sus dedos en el agua y se hacían crucecitas en la frente y la nuca; se persignaban y volvían a cargar sus bolsas del super. Ni yo fui a dizque orar porque ya todo el rato se me pasó en computar el tiempo en que un creyente permanecía en esa capilla: ninguno pasó de tres minutos. Chance y Dios acepta “instantáneas” y permite a los mirones.
Tres horas antes de que yo entrara al Sagrario de la catedral, esperaba el autobús, cerca de mi casa y el Templo de los “hermanos”. No todos llevan auto y muchos aguardan el paso del transporte urbano. Eso da oportunidad a escuchar sus “adioses” y “diostebendiga” que se prodigan, ver el orden y la tolerancia —dudo que todos se quieran— con la que se tratan y actitudes muy diferentes a las que se observan en las iglesias católicas. ¿A usted nunca se le ha ocurrido irse a meter a la iglesia el treinta y uno de diciembre, a partir de las nueve de la noche? Cuidado, se puede tropezar.