Foto: Bárbara Gallardo
A mis lectores, familia y amigos.
Uno puede escribir los fastidiosos “anuarios” o hacer resúmenes. Uno puede aceptar con amargura que dos mil seis no fue precisamente el mejor año para un país como el nuestro. Uno puede sentirse un año más viejo, escribir en un papelito propósitos reconfortantes. Sí, uno a veces tiene derecho a hacer de cuenta que tenemos el futuro resuelto y bienaventurado o asumir la pesadez de los trescientos sesenta y cinco días que vendrán.
Uno puede escribir los fastidiosos “anuarios” o hacer resúmenes. Uno puede aceptar con amargura que dos mil seis no fue precisamente el mejor año para un país como el nuestro. Uno puede sentirse un año más viejo, escribir en un papelito propósitos reconfortantes. Sí, uno a veces tiene derecho a hacer de cuenta que tenemos el futuro resuelto y bienaventurado o asumir la pesadez de los trescientos sesenta y cinco días que vendrán.
Pero cada uno, seguramente, tiene motivos para mirar atrás y creer que no todo está perdido... y si en lugar de mentar la madre escanciamos en un vaso o copa la bebida preferida y en la reproductora permitimos suene un canto gregoriano, una ópera, una sinfonía, un jazz, un bolero, una ranchera o una cumbia, el balance anual nos permitirá menos incertidumbre.
Leo los primeros versos del poema siete de “El pastor amoroso”, que Fernando Pessoa escribiera con el heterónimo de Alberto Caeiro. En mi caso, la música de fondo es un jazz que canta esa portentosa negra llamada Nina Simone (My Baby Just Cares for Me) y me digo que esa voz sabe acompañar los acertijos del poeta lusitano:
Tal vez quien ve bien no sirva para sentir
Y no agrade por anticiparse a los modales.
Es necesario tener modales para todo.
Y cada cosa tiene su modo, y el amor también.
Y es que también espero el año para cerciorarme si me puede ocurrir de nuevo recibir los mensajes de las mujeres de mi vida en la pantalla del teléfono celular. Enterarme si la pólvora servirá para que el cielo nocturno de octubre se ilumine con los fuegos pirotécnicos que hacen de un festival sinfónico la esperanza de que la humanidad tiene remedio. Saber que la luna llena se refleja en las miradas de las chicas que pasean en los malecones de Veracruz y La Habana. Husmear en las platerías instaladas en los callejones de la ciudad de Taxco mientras cuesta arriba las barrocas torres de la iglesia de santa Prisca recortan las blanquísimas nubes que en julio comienzan a macular el nítido cielo azul. Reconocer el miedo de orgulloso provinciano cuando en la ciudad de México un desenfadado taxista me pregunta si me sé otra ruta mejor para llegar al parque de Coyoacán. Perfumar mi lengua y sentidos con el generoso chorro de sidra artesanal que elaboran en los lagares del pueblo serrano de Las Vigas. Extraviarme a propósito en la zona arqueológica de La Venta sólo para escuchar el rumor de la selva y tratar de imaginar la locura que esos ruidos extraños infundieron a los conquistadores que montaban a caballo y cuyos cascos machacaban la hierba de aquella ciudad de la cultura madre. Rectificar los rostros que forjaron la historia paria y patria que Diego Rivera plasmó en el mural “Sueño de una tarde de domingo en la Alameda central”. Sonreírme con las “caritas sonrientes” que se exhiben en el Museo de Antropología de Xalapa. Ofrecer impertinentes charlas sobre mis lecturas al Quijote. Molestar a mis compañeros del periódico cuando me retraso en el envío de información. Recordar un poema de Benedetti o de Alberti cuando nadie me lo ha pedido... Vivir.
Feliz año.