Delgado, inquieto y casi siempre con pantalones vaqueros, Tomás Pérez Turrent era una segurísima enciclopedia de cine, espectacular, en tiempos donde la memoria valía tres veces más que entrar a “google”. Como profesor, gustaba provocar a sus alumnos, hacer preguntas capciosas que nos llevaban a suponer las respuestas más disparatadas y entonces él se acariciaba la barbilla, nos miraba con sus ojos socarrones y esbozaba una sonrisa: “El cine es una industria que cuesta miles y cuando se presenta un problema, lo mejor para resolverlo es acudir a la técnica”. Después buscaba papeles en su mesa de trabajo y entre dientes, pero siempre seguro de que lograríamos escucharlo añadía: “Nunca serán buenos guionistas”.
Y sí, hablaba sin parar de los detalles que hacen del cine una industria que se convierte en arte. Le gustaba contar anécdotas picantes sobre los rodajes en los que había participado y por cada cinco, cuatro eran sobre Felipe Cazals. “Había una actriz muy oronda que se pasaba presumiendo a sus amigos que por fin la iba a dirigir Cazals, un director de verdad. Pero la pobre no sabía que Felipe ya estaba harto de churros nacionales y cuando la dirigió, el señor director se la pasaba ordenando que le sirvieran cubas bien frías. De eso se trató aquella película”.
La desventaja de tomar cursos breves (15 sesiones o el equivalente a unas setenta horas) de guión cinematográfico con Tomás Pérez Turrent, era que únicamente nos ponía como ejercicio adaptar una fragmento de “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada”, de Gabriel García Márquez. Jamás supimos si se traía entre manos convencer a un director para que la filmaran, o peor aún, si quería convencerse de que podría endulzar el oído del Gabo y encontrar el financiamiento para realizar aquello. Que yo recuerde, nunca evaluó trabajos y decía que para ser guionista había que ser un escritor capaz de decir con palabras lo que se vería exactamente en la pantalla grande. ¿Padrenuestros al señor cura? A don Tomás no le parecía que un guión esbozado por jóvenes tuviera la calidad necesaria para ser apadrinado por él.
Había que estar muy atentos a su clase porque hablaba a galope. Siempre repetía que si tuviera dinero para visitar Europa cada año, sólo viajaría a Cannes y eso, durante el festival de cine. Después nos contaba que Gillian, su esposa, lo regañaba por la cantidad de periódicos y revistas que él solía guardar (todo sobre cine): “Si llegara a incendiarse mi departamento, se perdería un archivo importantísimo sobre lo que ha sido la historia del cine mexicano, una pérdida para la nación” expresaba sin empachos. Pero quizá lo mejor de sus clases era cuando el año 1976 aparecía en sus recuerdos...
Horas y horas que se le consumían para hablarnos de cómo había realizado la investigación para escribir los guiones de dos películas tan controvertidas como aclamadas: “Las Poquianchis” y “Canoa”; las dos rodadas en el mismo año y dirigidas, por supuesto, por Felipe Cazals. Filmes que eran religiosamente obligatorios para su clase; nos explicaba que no eran las únicas que había escrito, pero que aún creía, eran las que más llevaba en las tripas. Y tras ver algunas secuencias, don Tomás se daba el lujo de pausar la proyección para detallar los percances técnicos y anecdóticos ocurridos mientras rodaban.
En “Canoa”, por ejemplo, nos comentaba que la secuencia donde el pueblo inicia el linchamiento de los estudiantes, en su guión no estaba prevista la toma de unos niños que lloraban. “Felipe los vio, pobrecillos niños, estaban aterrados; me dijo que no podíamos desaprovecharlos y repetimos la escena. Lo bueno era que en ese tiempo no había oficinas de Derechos Humanos” sonreía.
Tomás Pérez Turrent era un viejo apasionado por la cinematografía; pero se trataba de un hombre que gozaba al ver una y otra vez las películas que había escrito. Descanse en paz el maestro.