¿Quién le hubiera dicho al desafortunado Alain que pese a la buenaventura que él había leído en su horóscopo del día, al anochecer se iba a lamentar de tan mala suerte? Y no es que el joven (si es que a los treinta y dos años aún no se puede hablar de madurez) fuese un supersticioso constante, trataba de justificar aquello como una especie de manía y nada más. Total, sus compañeros de la agencia de publicidad también lo hacían y algunos, incluso, estaban suscritos a los servicios de “fortuna móvil”, es decir, que a sus teléfonos celulares les llegaban los pronósticos estelares a diario.
Para alimentar sus manías, Alain se precavió en bajar de la cama con el pie derecho. Con ese mismo, entrada la tarde, pisó el consultorio de la nutrióloga más prestigiada entre la pléyade de jóvenes profesionistas que aún se reservaban la linda vocación de la soltería. Si él quería “verse bien” ya era momento de comenzar con algunos cuidados extras. Y no porque su gordura fuera un problema escandaloso, apenas siete kilos de más, pero aquella ligera protuberancia le impedía lucir algunas prendas adquiridas en cierto viaje de negocios. Humedecer en el armario unos pantalones de seiscientos dólares era un lujo que no quería darse.
Aún tenía presente la mañana de la compra. Sería en una muy exclusiva zona comercial de Houston, un almacén lujoso al que su nueva tarjeta de crédito no pudo resistir un impulsivo estreno... total, la mirada coqueta de la dependienta latina que lo atendió, estaba por demás...
—¿Le queda bien o le traigo la siguiente talla?
—Está perfecto— respondió él mientras batallaba con el botón delantero y se miraba de reojo las nalgas, que parecían a punto de brincar y abandonar su cuerpo. “Abdominales y adiós a las cenas”, pensó.
Pero de aquella compra se cumpliría un año en el que no hizo abdominales ni dejó las cenas. Por eso recurrió a “la decisión” y cuarenta y cinco días más tarde la báscula marcaba su peso correcto. El horóscopo nunca falla. Felicitaciones y venga usted el mes entrante. Era viernes por la tarde y la noche prometía unos dos vasitos de güisqui en La ondina, esa discoteca de moda donde seguro encontraría a Coquis del Rivero, esa pesada de cobranzas que le prometió contactarlo con algunas amigas.
Alain se observa en el espejo de su recámara: camisa fina, zapato elegante, chaqueta de gamo... un Rólex para lucir cuando diga a su conquista: “Qué tarde es, te llevo a tu casa”... y la estrella de la noche: sus pantalones nuevos. Todo un señor de la publicidad que a la quinta copa sigue sin comprender la razón por la que ninguna de las monas amiguitas de la Rivero no se le acercan. “Tus pantalones, papi” le dice Coquis, “esas modas ya pasaron”.
Él conduce maldiciendo a las estrellas y estaciona su auto cuando sus ojos se topan con un luminoso que anuncia: Table dance hasta las 5 a.m.
—Una entrada— dice al vigilante.
—Pase, mi joven, aquí nos gustan bien vestidos y con mucha lana.