viernes, enero 19, 2007

Devaneos sobre un pintor


Nadie pudo desmentir a Camila sobre la última expresión que el pintor le dedicara: “Y díganle que nada es más seguro que la muerte, pero es ingrato dedicarse a esperarla cuando hay tanto por delante”. Después, según lo juraron, el viejo se dedicó a balbucear algunas frases inconexas, sin el mínimo sentido y coherencia, por lo que resultó imposible atender o creerle una sola palabra, las que a deseos de quienes lo vieran morir hubiesen fungido como testamento.

El día de la muerte de Adolfo Guerrero no hubo llantos ni pesares sino las prisas lógicas de un séquito de aduladores por insertar la noticia, porque ya lo era, en las secciones culturales de los periódicos. Después las llamadas telefónicas a las emisoras de radio y tele noticiarios. A fin o en principio de cuentas, el pintor Guerrero había ganado una cierta trascendencia en los catálogos regionales y su nombre, por el capricho de una dama rica, pasó de las galerías para estudiantes y diletantes arruinados a salones de casas de políticos y hombres de negocios. Sería entonces cuando el desvencijado taller de la calle Sierra Nevada adquirió una especie de corporeidad, de realidad para fungir como sitio común de reunión, de contacto, donde los nuevos podían ganarse el cobijo del maestro y los poderosos, tras una firma, purgar un tanto sus cuentas bancarias. Y sucedió la fama como la espuma, como rumor facilón al percatarse los vecinos del aparcamiento de autos lujosos justo en la calle empedrada. Subir y bajar de mujeres bien vestidas que contrastaban con el paisaje natural del barrio. Repentinas y lentas mareas humanas le visitaban.

Cuando murió Adolfo Guerrero, Camila pasaba unos días en la costa de un pueblo alejado al gran turismo, con el teléfono móvil apagado y a buen resguardo dentro de la maleta de viaje. Todas las mañanas una caminata por las playas vírgenes que le hacían traer recuerdos de su infancia. Sus pies descalzos hundiéndose en la arena tibia mientras alzaba los brazos en señal de auxilio a la vez que con trampas, avanzaba hasta donde las olas le cubrían las rodillas. Ola viene, ola viene, gritaba. El cuerpo grandón de la abuela Regina se aproximaba para librar a la pequeña Camila de tragar agua salada, y una vez arropada con toallas secas, ya dentro del auto, no quedaba más que retirar la servilleta de tela bordada para que al descubierto existiera el milagro culinario. Postres todos los que sugirieron vendedores costeros, hombres y mujeres requemados por el sol y cuya blancura sólo era observada en los ojos abiertos y en los dientes exhibidos por una sonrisa. Y veinte años después aquellos le parecían los mismos de su niñez, quizá hijos y nietos pero al fin herederos sentenciados a la repetición miserable de perseguir a esporádicos turistas; mujeres que dejan a un lado la ropa que asean cuando un chiquillo grita por las calles del pueblo que algunos bañistas han llegado a la playa. Hombres que hacen labores de campo y las aplazan para quitarle a las palmeras erguidas unos cuantos cocos de los que tratarán de vender carne y agua. Gente del pueblo que ya no mira a Camila con extrañeza, porque se les ha hecho la costumbre, derecho de la repetición, que la muchachita de piel blanca camine todas las mañanas y no compre un solo antojo, porque en una pequeña cesta lleva manzanas.
Manzanas rojas que, una vez alejada de las miradas, pule hasta lograr el mejor de sus brillos y sentada, de frente al mar, da una gran mordida y truena el bocado entre sus dientes. Sus ojos más lejos aún, a la confusión de azules donde mar y cielo se unen tan sólo en su visión y al terminar con la manzana y enterrar el corazón del fruto en la arena húmeda, del cesto toma una cigarrera para llevarse a la punta de los labios, delgados, sugestivos, rojos sin necesidad de maquillaje, un porro de marihuana que al encender truena. Ella baja sus párpados y piensa en Guerrero.