
El polaco Kapuscinski dedicó su vida al periodismo y fue testigo, como corresponsal, de 27 revoluciones y cubrió 12 frentes de guerra. ¿Y era el único periodista enviado? En los libros que escribió, como “Ébano”, cuando narra la situación por la que pasaba en África y la necesidad para desplazarse, siempre menciona a sus compañeros de gremio. Un ejemplo: “...la casa de Félix se había llenado del resto de los corresponsales destacados en Nairobi. Éramos cuarenta. Norteamericanos, ingleses, alemanes, rusos, italianos. Todos decidieron coger el mismo avión”. Llegaron a un sitio llamado Dar es Salam, pero el objetivo era Zanzíbar y allí se topó con un lío: “Yo contaba con la mayor de las desventajas, porque no tenía dinero. En situaciones tales como revoluciones, golpes de Estado y guerras, las grandes agencias no reparan en gastos. Pagan lo que hay que pagar con tal de recibir información de primera mano. El corresponsal de una AP, una AFP o una BBC puede alquilar un avión o un barco, o comprar un coche que sólo necesitará durante unas horas; todo, con tal de llegar al acontecimiento. Ante semejantes competidores mis posibilidades se reducían a cero: sólo podía contar con una ocasión que me fuese propicia, con un golpe de suerte. (Ébano. Capítulo: Zanzíbar. Ed. Anagrama).
Obviamente no se trataba de suerte, sino de ese hilar tan fino que se llama “intuición” y la que se llega a través de la experiencia y el conocimiento. De lo contrario, el periodista polaco que trabajaba para una agencia polaca que estaba en desventaja con sus compañeros de gremio, los ricos, se hubiera sentado a pensar en una buena taza de té y una copa de vodka, a orillas del río Vístula, en Varsovia. Ryszard Kapuscinski tenía pasión por su trabajo, conocimiento histórico y una mirada que sabía penetrar en los sucesos más simples, casi anodinos, pero que reflejaban lo que dice un verso de Pessoa: “he amado las cosas sin ningún sentimentalismo”.
Considerado uno de los mejores cronistas del siglo XX, un maestro del gran reportaje, galardonado con el Príncipe de Asturias en 2003, allá por los años ochenta Kapuscinski supo intuir que su trabajo valía también para las agencias neoyorkinas y del resto de Europa. Su forma de escribir, de describir, comenzaron a sembrar otra mentalidad en la manera de decir las cosas, la gente sencilla, la de a pie, también forma parte de la gran historia y escasamente se le presta atención. Podía tratarse de un periodismo más humano, es probable, pero fue, ante todo, un periodismo totalmente narrativo y con pocos juicios de opinión, aunque la opinión estaba muy bien trazada en la elección del asunto a describir y eso lo convierte en un maestro.
En los últimos 20 años sus libros comenzaron a propagarse en el mundo entero. En los últimos seis años, cada principio de otoño, su nombre circulaba en la academia sueca como fuerte candidato al premio Nóbel de Literatura. La polémica se encendía, porque si lo premiaban significaría algo que muchos se niegan a aceptar: que el periodismo es un género literario. Pero esto ya no pudo ser, Ryszard Kapuscinski ha muerto y el Nóbel se entrega sólo en vida. Lo que siguen existiendo y hay que aprovecharlo, son sus libros y su legado.