miércoles, enero 24, 2007

Sucinto index de regalos mexicanos al mundo


Cuando el 8 de noviembre de 1519 las huestes capitaneadas por el extremeño Hernando de Cortés divisaron por vez primera la ciudad de Tenochtitlán, sólo aquellos soldados que ya habían hecho mundo exclamaron que la metrópoli era más grande que las ciudades de Santiago y Sevilla juntas, y tan fascinante como Venecia. Y vio Dios que era bueno.

Para entonces los soldados hispanos ya habían recibido magníficos regalos, pero algo humanamente comprensible llamado “ambición” los hizo enfilar hacia el “centro del mundo” (Anáhuac, y se entiende que del mundo Mesoamericano). Y tras fracasar en las negociaciones de “Contesta necio, ¿dónde carajo has escondido el tesoro?” la ciudad y sus habitantes quedaron enterados de lo que era capaz un pequeño ejército ayudado por los enemigos más encarnizados que tenían los aztecas —es decir, el resto de los mesoamericanos. Los recién llegados no entendían en nada las costumbres de sus anfitriones y viceversa. Asedio, destrucción y enfermedades nuevas provocaron la caída de Tenochtitlán y el nacimiento de Nueva España. Se destruyó el teocalli para erigir iglesias católicas. Y vio Dios que era bueno.

El antiguo México regaló al orbe alimentos que hoy nos parecen consustanciales al mundo moderno: maíz, tomate, cacao y aguacates fueron sólo cuatro productos de una variedad digna de llenar media carta del mejor restaurante europeo en nuestro días. Pero como no sólo de suministros exóticos vivía el hombre, la plata novohispana permitió las mejores transacciones comerciales que iniciaron la ruta de la moneda común en las calles de Brujas, de Londres, de Coimbra e incluso, de la lejana China. También ese metal financió las edificaciones del bellísimo Madrid que se atribuye a la dinastía de los Austrias. Y vio Dios que era bueno.

Hacia 1821, consumida la dependencia de la Nueva España con respecto a la metrópoli de Ultramar, los peninsulares avecindados en la “muy noble y leal ciudad de México” se apuraron a consumar un acta de liberación e impusieron un gobierno criollo para que el botín, en adelante, se quedara lo más posible en casa. Surgía la nación mexicana cobijada por tres garantías: religión, independencia y unión. Y vio Dios que era bueno.

El México de la segunda mitad del siglo XIX dio al mundo visiones y lecciones románticas sobre lo que debe una historia plagada de bandoleros, malentendidos y héroes patrios. Aunque poco antes, el naciente país regaló a otra joven nación llamada Estados Unidos de América, la mitad de su territorio nacional. “Era preferible dejar la mitad a perderlo todo”, dijeron algunos. Y vio Dios que era bueno.

De la penúltima década del siglo XIX a la primera del XX mexicano, el país fue tan libre y próspero gracias también a otras tres garantías: orden, paz y progreso, signadas por una máxima que rezaba “poca política y mucha administración”. Pero como en aquellos treinta años, fue mayor el número de extranjeros que se enriqueció a costa del territorio y sus habitantes, que el de nacionales, que: entonces se hizo una revolución. Y vio Dios que era bueno.

La primera mitad del siglo XX mexicano también es una lista de rapiñas, pero internas. Y partir de los años cincuenta permitió Dios que los Estados Unidos fuera la potencia indiscutible y que este país siguiera levemente fiel al obispo de Roma. Muertos los generales que suspiraban por la presidencia, llegaron los licenciados, atildados y con corbata que aprendieron a endeudar y finalmente dar patente de Corso mediante una factura llamada Tratado de Libre Comercio. Y vio Dios que era bueno.

En las postrimerías del siglo XX y los umbrales del XXI, México regala a Estados Unidos de Norteamérica: cerebros, esclavos y narcotraficantes presos. Y sigue mirando Dios, que esto es bueno.