El año de 1789 está grabado en la memoria de la humanidad porque inicia la trepidante historia moderna. Las noticias de América del norte, para entonces, ya eran añejas historias que circulaban entre las clases preparadas y el populacho de la vieja Europa: hacía trece años que las colonias inglesas americanas habían declarado su independencia. En la ciudad de París, el centro de las miradas del mundo refinado, las divertidas historias de un celebrado escritor eran recordadas con agrado, porque su dardo mortífero iba justo al corazón de la Iglesia y de la aristocracia; no había tema que se le escapara y los “chistes”, las burlas, el cinismo que rebosaban las historias de aquel filósofo eran materia común para contarlos en la fábrica o en la peletería; en los mesones, en las reuniones sociales.
El nombre de Francois Marie Arouet nos produce sonidos pero no recuerdos muy exactos. Pero si escribimos la palabra “Voltaire” enseguida comienzan las referencias que huelen a una cultura muy especial y empigorotada, asociamos la Ilustración, las enciclopedias... claro, para nuestros días. Pero cuando Voltaire publicaba una obra, los franceses que lo leían o iban al teatro no requerían de diccionarios ni ensayos para explicar su trabajo y ser entendido por sus contemporáneos le acarreó fama y destierro. Pero no sólo el intelectual que socavó el orden existente fue el responsable de que en el verano de 1789 la plebe de París se decidiera a marchar con rumbo a la cárcel-fortaleza llamada La Bastilla. El escritor y filósofo había muerto casi un año antes y de hombres como el barón de Montesquieu y Juan Jacobo Rosseau sólo quedaban sus obras; también estaban muertos para entonces. La francesa no fue una revolución hecha por intelectuales (ninguna revolución funcionaría jamás dirigida por las plumas y la tinta) sino precisamente por una fuerza incontenible: la plebe.
Aceptemos, por supuesto que las ideas ya circulaban, que estaban en duda las nociones de gobernar mediante derecho divino (algo así como un dedazo de Dios) y la existencia de un estado gobernado con tres poderes, propuesto por el barón de Montesquieu en su libro “El espíritu de las leyes” ya eran vigentes y se ponían en práctica en la reciente nación de Norteamérica. Había ejemplos, no sólo “hipótesis”. Y por otra parte, Luis XVI era un buen hombre y un relojero excelente; pero no era hábil para administrar y menos aún para instaurar el orden entre la insaciable aristocracia que ostentaba los cargos más importantes de Francia; la rapiña vergonzosa y la corrupción eran las órdenes de todos los días. La corona estaba en banca rota y sólo anotaré dos razones: la expedición militar que pagó a favor de la formación de los Estados Unidos y la deuda pública. La corona llamó a reunión urgente para obtener el consenso en el alza de los impuestos; pero quería a los nobles, a la iglesia y a la clase media por separado, lo cual no sucedió. Y ni el rey, ni sus asesores, ni los ideólogos y ni siquiera los magos y especuladores, lograron adivinar que el año de 1788 sería catastrófico y que se perderían las cosechas.
Cuando terminó el invierno de 1789, en París escaseaba el pan y cuando lo había, su precio era muy elevado. Dice la leyenda que cuando la frívola reina María Antonieta limpiaba con un pañuelo de seda los labios de uno de sus amantes, escuchó el clamor popular por la falta de pan. Entonces ella no comprendía por qué tanta protesta por una insípida baguette si también se vendían buenos pasteles. Lo que ignoraba la reina era el terror que viviría en septiembre de 1793, cuando un carromato la aproximaba a la guillotina entre los alaridos de la plebe.