Foto: Pamela Albarracín
No hay que tratarse de un sociólogo a la medida del cuerpo de consejeros de los ministros del primer mundo para aceptar una idea sin darle tantas vueltas: antes de la aparición del Virus de Inmunodeficiencia Humana y del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida —que en siglas lo conocemos como VIH al primero y SIDA al segundo— la idea del ejercicio de la sexualidad era una; cuando surge y comienza a propagarse la mentalidad es otra y provocó cambios radicales en los usos y costumbres mundiales. Se trata de un mal que aqueja y diezma a la humanidad, no de una moda o una postura influenciada por ideología alguna. No fue pasajero y aún está fuera del control de la ciencia.
El “cambio climático” es ahora la evidencia. ¿Moda?
La historia de la humanidad es un abanico plagado con demostraciones de que el entorno influye en el devenir. Todavía a mediados del año pasado el tema del clima en el planeta estaba constreñido a grupos ambientalistas y de científicos. Cuando leíamos sobre el asunto la primera referencia mental era un grupo de entusiastas comandado por una que otra celebridad: soñadores que se aventuraban a la defensa de la ballena, hombres que se encadenaban a los árboles de la Amazonía para evitar la tala; en resumen, eran vistos como los que van en contra del progreso. Y cuando llegaba el turno para suponer a los hombres de ciencia la referencia obligada era aquella imagen que los medios audiovisuales han vendido: tipos poco atractivos dada su escasa participación en la vida que rinde culto al ocio, seres que sólo tienen como límite las paredes de un laboratorio equipado con aparatos de aspecto complicado y para decirlo rápido, gente rara, como de otro planeta.
Conforme las luces de alarma se encienden en el mundo y para explicar el fenómeno se recurre a personas formadas en disciplinas que en apariencia nada tenían que ver unas con otras, nuestra poca atención se relaja cuando al lado de un oceanógrafo comparece un antropólogo social. ¿Querrá decir que los tipos están a punto de quedarse sin trabajo y se están inventando tan grande tinglado sólo para convencernos de que los servicios profesionales que ofrecen son útiles? Si se suponía que lo del “calentamiento global” le pertenecía a los científicos, ¿qué hacen allí los expertos en estadística, los psicólogos, los historiadores? Y es que tanta fue nuestra ambición de moldear y dominar a la naturaleza que ignoramos, de entrada, las voces de quienes han dedicado su vida a explicar el comportamiento del hombre, desde sus manías individuales hasta sus explosiones colectivas.
Y que se sepa, ninguna ciencia social, por muy desarrollados que estén sus métodos de estudio y análisis, jamás ha logrado predecir. Su terreno es tratar de allegarse a la explicación de lo que ha sucedido y lo que pasa; que a partir de eso emerjan los futurólogos que ensombrecen el panorama, ya es otro cantar.
Pero cuando el antropólogo se percató que la sequía de un río obligaba al desplazamiento de una determinada población, la trama no era el filme “Río escondido” (que protagonizara María Félix) y entonces había que echar mano de otros conocimientos. Y aún seguimos creyendo que el problema está en los cascos polares, lejos de aquí, sin percatarnos que los cambios están en cualquier sitio del planeta y sólo basta convertirse en buen observador. Ahora es más difícil cultivar una planta de ornato, y no hablemos de primorosas orquídeas o de frágiles violetas; los habitantes de cualquier ciudad donde existían generosos ríos saben que habrá que caminar muchos kilómetros para ver, medianamente, un caudal “normal” y eso, sin esperarse verlo libre de contaminación. Mientras sigamos necios con la idea de que el mundo es tan grande, nuestra inmediatez será vista como la nada. Los cinéfilos aprendieron con “Babel” sobre el impacto social en realidades de opuestos aparentes. Nosotros podemos ir a un sencillo poema de la brasileña Cecília Meireles: “Y, en el planeta, un jardín,/ y, en el jardín, un cantero;/ en el cantero, una rosa,/ y, sobre ella, el día entero”.