jueves, febrero 22, 2007

Cabos sueltos

Foto: Robert Doisneau

Paula Milán quiso reinventarse otra. No tenía idea de quién sería en adelante, exactamente; pero sí tenía la noción de aquello que no pretendía ser. Y en su decisión adivinó que prácticamente le habían sucedido todas las facetas de mujer, aún sin haber pasado por cuestiones tan graves y serias como la maternidad... el matrimonio era lo de menos. Sangraba cada veintiocho días, con una puntualidad que rayaba en la exageración y eso le bastaba para saberse lista, tierra propicia. Su vientre se trataba de una verdadera Madre Tierra. ¿Y quién fecunda la tierra, la persona o el hombre? La tierra no pregunta nombres cuando recibe la semilla. Basta el lugar propicio en el momento propicio. Causas del azar o de coincidencias o de la absurda ridiculez de naufragar, siendo marino de agua dulce, en la playa de un puerto tan seguro. Por eso tenía que buscarse un nuevo rostro. Ya no quería mirarse al espejo como la mujer elegante que tras su andar dejaba un aroma a jazmines. ¿Quién era ella? ¿Por qué deseaba ser otra? Era sana, se abstenía de vicios mayores. Trataba de permanecer ajena a cualquier conflicto y esa pasividad de vivir la conducía a todas las zozobras de las mujeres que desean ser otras en el mundo.

Llevaba en el pecho un dolor que estaba a punto de estallar, un pronóstico de colisión planetaria capaz de terminar con todo rasgo de vida y hasta esa tarde se percató del silencio en que habían transcurrido aquellos funestos años. Era cierto, no había llorado lo suficiente o lo necesario tras su ruptura definitiva con Diego Cervantes, el fanfarrón, el odioso, el guapo, el inteligente, el hijo de la grandísima puta que ahora la tenía al borde de enloquecer, de ser una desquiciada para atar o una simple loca de amor. ¿El pecado de Paula era la pasión? Y si aquella caminata por el malecón la convertían en la Amazona que se habría paso entre los árboles, que aceptaba las heridas de los guijarros en sus pies desnudos ¿no podía ser lo suficientemente fuerte, capaz de desechar lo que dañaba? No. Ella no era una cazadora. Era frágil.

Pensaba que si ella fuera una mujer de papel, es decir, un personaje que pertenece a una historia, quizá vendría perfecta a los escritos de Clarice Lispector o de Virginia Woolf. Pero ella, Paula, no tenía los atributos de una fantasía porque sudaba y se estremecía. Siempre la negación ante la bofetada tajante y ruidosa de una realidad a la que se negaba. Qué pena, qué crueldad no ser como una de esas mujeres a las que los tristísimos pulsos de las geniales escritoras le negaban el paso, una brasileña y la otra inglesa jamás se hubieran percatado de su presencia; y ellas ya estaban muertas y acaso sólo podían resucitar cuando una boca las pronunciara, convirtiera en palabras a las letras. No podía imaginarse al menos que alguien se ocupara de su vida y comenzara una mentira diciendo: “Paula Milán, cuando entró en el café del puerto aquella tarde, tenía impreso en el rostro el signo de todas las personas que transitan por esta vida con las evidentes señales de la alegría”.

Alegría era una palabra tan rara en su diccionario mental, porque la invocaba, pero hacía mucho que no la sentía. ¿Cuántas veces, al entrar a la sala de arribo de un aeropuerto, no se había imaginado que una comitiva estaba lista para recibirla? Un hombre, guapo, sostendría un letrero en que se leería: “Doctora Milán” y ella se presentaría con un: “Mucho gusto, para servirle”. Por eso la ficción era una inmejorable tabla de náufrago y prefería evitar periódicos y acontecimientos mundanos. Que los hombres se limitaran a leer noticias políticas y financieras y ensayos y a filósofos y a otros mercachifles de la palabra. A ella que la dejaran en su mundo.