miércoles, febrero 14, 2007

Cuando te miro, no hay Dios ni santa María


San Valentín. Hoy es día en que incluso, los menos cursis, sentirán el llamado del bombardeo mediático y su dedo temblará ante la sola idea de enviar un mensaje de texto vía teléfono portátil (“celular”, le llamamos) a la mujer o al hombre que les roba parte de la tranquilidad durante las horas de sueño. Hoy nos repiten el periódico, la radio y la televisión los cientos de ofertas que un ser “enamorado” puede regalar a la mitad con la que pretende empatar el paso en la banqueta y el trote en la cama, pero antes de llegar a tales confianzas habrá primero que obsequiar flores o chocolates o monigotes de peluche o bombones o prendas íntimas de colores encendidos o discos con la selección de las mejores canciones para hacer el amor o canastas con frutas o un globo descomunal en forma de corazón pero inflado con gas helio que no es capaz, sin embargo, de hacer flotar al otro corazón, el que bombea sangre a un cuerpo que debe ser idolatrado.

Ay, es que es día de los novios y todas las ideas que de ello se desprendan. Pero también es día de los amigos y por ello vale la pena conservar las palabras de cariño en frascos de vidrio, como en los que las abuelas solían almacenar la fruta madura que con tanta paciencia sabían convertir en dulcísimas conservas. Es día de repetir, aunque sea bajito, alguna que otra palabra de odio, pero mascullarla con fuerza (que no es lo mismo que con “alto volumen”) para entonces recordar que también un día amamos a aquellos que hoy se merecen el desprecio más insano Así como se acepta que si gobierna Dios, inoportuna el Diablo; donde queda sitio para el odio también hay olvidado un milímetro de viejo amor con rencillas, o traicionado y que supura gelatinosos hilos de sufrimiento, rencor y un abandono incapaz de llenarse mientras se deshoja la margarita.

Es momento de creerse todas la mentiras que repiten los medios y llegar en tropel a las tiendas, para salir con una elegante bombonera en forma de corazón y que pesa más que los humildes cuatrocientos gramos del corazón verdadero; total, que todos los latidos e impulsos eléctrico irán a parar a los genitales. ¿A quién le importa un músculo de medio kilogramo que puede estar, incluso, taponado por culpa del colesterol? No, no, no... Hace poco comenzaron las veinticuatro horas dedicadas a dar rienda suelta a las cartas amorosas, las frases subrayadas en las novelas románticas o a los poetas que la moda ha rescatado del olvido. ¿Y por qué no ensayar el mejor susurro? Estará bien Pablo Neruda, el tipo no era complicado en cuestiones de afectos y voluntades, no en balde escribió cien sonetos de los que cualquier memoria puede cargar al menos uno de los mil cuatrocientos versos: “Desnuda eres tan simple como una de tus manos”.

Amor loquísimo. Y el travieso Cupido, un niño desnudo armado con arco y flechas, pero ciego, disparando sus jaras envenenadas en las carnes de los hombres y mujeres que moriremos algún día y por eso, ante la simple idea de la muerte pútrida y siniestra, debemos bajar la guardia y rendirnos a las pasiones. Y conjugar entonces de modo que todos besemos. Soñar, soñar con que somos parte de la imaginación y la sabiduría del Bosco y que en ese “Jardín de las delicias” somos tan ángeles como los espeluznantes demonios. Total, no hay placer que amerite culpas. Y si después de satisfechas las ansias, los cuerpos extenuados, perlados por sudor y con los músculos distendidos, mirándose a los ojos somos capaces de expresar: “Cuando te observo, me parece que no hay Dios ni santa María”, quizá es la primera llama de lo que se llama amor.