martes, febrero 20, 2007

La cultura que se nos viene

Escultura: Juan Soriano
Esta noche, en punto de las diecinueve horas en el Ágora de la Ciudad, se realiza un “Foro ciudadano sobre cultura”. La concurrencia a este evento garantiza la no asistencia a la última fiesta del carnaval y por lo tanto quien acuda, se supone que tendrá ánimo para escuchar los pronósticos sobre la “cultura” y quizá un exorcismo (en lugar del entierro de Juan Carnaval) para que algunos demonios salgan expulsados. Pero esto de embollarse con las taras y las futuras potencias en materia cultural, suponen el riesgo de escribir cartas a los Reyes Magos cuando se tienen diez años de edad y se sabe que los padres no tienen un centavo para comprar juguetes.

En el estado de Veracruz, ya se sabe, la realidad de la cultura —entendamos el término como acciones de promoción y difusión a las actividades artísticas y en algunos casos a las fiestas y tradiciones— sólo encuentra cimientos que permitan continuidad cuando un proyecto logra descansar a la sombra de las instituciones. Fuera de ellas, la probabilidad de sobrevivencia sólo puede asegurarse mediante autofinanciamientos y planeación adecuadas o bien, para fiestas y tradiciones de origen popular, bajo el entendido de que con “gobierno” o sin él, aquello tendrá lugar. Imaginemos un estado sin Universidad Veracruzana, sin Instituto Veracruzano de la Cultura, sin Casas de Cultura y sin medios de comunicación electrónicos auspiciados por la administración pública y el espectro se reduce considerablemente.

¿Hay espacio para esa cultura sin la intervención del gobierno? O quizá hay que hacer variaciones al cuestionamiento y preguntarse si el apoyo que se brinda es el suficiente como para decir que gracias a los programas de administración cultural, las actividades artísticas tienen libertad de ejercicio. Y “libertad” no en el sentido de expresar lo que se quiera o lo que se pueda, sino de actuar a futuro con miras de seguir. Habrá quien opine sobre la importancia del sistema de becas a jóvenes creadores, a creadores con trayectoria y a proyectos culturales; pero salvo excepciones a la regla ningún escultor —o cualquier otro artista— debe su formación y trayecto sólo a una subvención de doce meses y en lo que sigue, al capricho del Dios-mediante.

Esta es una madeja interminable mientras no se diseñen líneas de acción y soportes adecuados. Para ello no es necesario “reformar” o fundir instituciones o crear otras. Creadores y público existen; pero la perspectiva de estos tiempos nos debe conducir a un debate serio que no haga totalitaria la responsabilidad del gobierno, porque de él ya están vistos dos únicos destinos con respecto a la cultura y las artes: no las quiere y no le interesan. Y cuando los gobernantes, todos, hablan de cultura, el discurso toma forma de demagogia. La solución queda en los creadores, pero hay que distinguirlos de los “criadores”, esos que no saben echarse al agua sin el auxilio de flotadores proporcionados por las Organizaciones No Gubernamentales; el creador genuino confía en su trabajo mientras que el falso no dejará de pensar en los milagros.

Si el resfrío de la cultura mexicana puede convertirse en pulmonía, no hay que olvidar un medicamento probado en la historia del hombre: el arte siempre ha seguido los pasos de quien puede echar mano a las arcas. El artista se congratula de los aplausos, pero no vive de ellos. Y si el Estado mexicano ha decidido cambiar la comodidad del pintor por la del soldado, con el monstruo de la federación ya no se puede hacer trato. ¿Libre mercado? ¿Globalización? ¿Aldea planetaria?

Dos mil cinco y dos mil seis, de nuestra era, fueron años atiborrados de festejos en memoria de la obra de dos grandes hombres: Miguel de Cervantes y Saavedra y Wolfgang Amadeus Mozart. Los dos murieron con escasa gloria y menos fortuna. Eran otros tiempos, sí. Pero ¿acaso el lusitano José Saramago o el turco Orham Pamuk, gracias a las regalías de sus libros, amasarán una fortuna tan considerable como de la cualquier futbolista? Atendamos una última cuestión, si el verdadero arte es aquel capaz de inquietar la conciencia, de crear ciudadanos libres y críticos, ¿a quién le conviene una cultura que obligue al pensamiento?