La televisión mexicana tiene una carta fuerte en el mundo: las telenovelas que produce la empresa Televisa. Además de la cerveza y la mano de obra a bajo costo, las telenovelas son un producto que tiene reconocimiento y consumo asegurado [alguna vez el dramaturgo Hugo Argüelles, sobre el tema, decía que entonces había que desconfiar del “grado” educativo que presumían los países que pertenecían al viejo “socialismo”, pues justamente allí y en Asia era donde las historias mexicanas contaban con un mayor número de televidentes] y dentro de México, su aceptación es generalizada. La audiencia no pertenece exclusivamente a un sector bajo sino que cuenta con recepción en la mayoría de los hogares nacionales y encuestas recientes han arrojado datos sobre la mesa: en las casas donde se cuenta con servicio de televisión de paga, que supone una gentil cantidad de canales y contenidos a elegir, predomina aún el consumo de telenovelas.
Si los “folletines” de las tres últimas décadas siglo XX y primera del XXI son aún las telenovelas —que en el público joven se desplazan por las “series”, que las diferencia de las telenovelas porque tienen principio y fin en cada capítulo y por lo tanto no hay que esperar a la siguiente emisión para seguir la trama— conforme las expectativas de una parte de la población se mueven por las arenas del probable aumento en el nivel académico y social, se amplía la opción por contratar servicios de paga o acudir a los canales “alternativos”. Estos últimos son canales que tienen señal directa o se incluyen en los servicios “básicos” que ofrecen las compañías por cable y las satelitales; su particularidad es que todos son costeados por el Estado, bien de manera federal o por financiamiento autónomo; ejemplos: Canal del Congreso; Aprende TV; TV UNAM; Canal Once que pertenece Politécnico Nacional y Canal Veintidós; por mencionar a los más representativos. Otros canales subsisten gracias a las partidas presupuestales de los gobiernos estatales.
El consenso del usuario medio de estos canales es uno: que en su mayoría, la programación es pobre y la producción es pésima o bien, de aquellas frecuencias que podrían ofrecer contenidos “interesantes” no llegan a todo el país, de manera directa. Por ejemplo, entre miembros de la Red Nacional de Televisoras Culturales y de los Estados circulaba un chiste, que esos canales eran como los “Imecas”, estaban en el aire pero nadie los podía ver.
Aunque en el fondo el debate reside aún en que si la finalidad de estos canales es impartir educación o la de ofrecer entretenimiento de interés general, edificante. En el primer aspecto se supone que la “educación” es obligación de un sistema creado para tales fines, que se trata de un aparato complejo y costoso y no hay razón para achacar directamente a la televisión las fracturas de la escuela pública en nuestro país. Después vendría a cuenta indagar sobre qué es “un entretenimiento edificante”, si por ello se comprende la inclusión de contenidos sanos y familiares o bien científicos y de una cultura chocante, de interés para unas cuantas comunidades, como la académica o la artística. Si la televisión comercial lucra con los anhelos de un colectivo social, la “cultural” sólo puede competir con sueños al estilo Vasconcelos, el de propagar conocimiento mexicano y de contexto universal a un país que en su mayoría, enciende su aparato receptor para evadir un poco la aplastante realidad que pulula en las banquetas.