Foto: Graciela Barrera
Adriana Duch, en el año de 1993, era la jovencita guapa y chilanga que tomaba clases para formarse como licenciada en actuación en el entonces viejo y ajado edificio que ocupaba la facultad de teatro de la Universidad Veracruzana, en la calle Sebastián Camacho. La primera vez que la observé jugaba, como parte de su clase de actuación, a brincar la cuerda, durante una de las extenuantes sesiones que dirigía la siempre inflexible profesora Norma Angélica. Y válgame el juego de palabras, pero hacer cursos con la profesora era internarse en una norma angelical.
Por aquellos años las paredes de sitios nobles (cafés y bibliotecas frecuentados por artistas radicados en Xalapa) lucían tímidos carteles en los que se leía: “Grupo Tablas y Diablas, invita al taller de máscaras que será impartido por Alicia Martínez”. El venturoso anzuelo fue aceptado por la jovencísima actriz y a partir de entonces surgieron montajes prominentes, como el inolvidable “¿De qué te ríes?”, que se representó en el vestíbulo del Museo de Antropología de Xalapa. Los que asistimos a ver aquella obra sabíamos que Adriana Duch pintaba para las grandes ligas, pero algo nos indicaba que la chica tiraba más por el teatro culto o de “capilla” que por hacer fila para audicionar en Televisa y lograr un papel en las telenovelas.
Hacia 1995 la actriz asistió a un curso de máscaras con un teatrero francés que marcaría rumbo en sus trabajos posteriores: Jean-Marie Binoche, un hombre de seria apariencia pero un ludista convencido de que el teatro es un arma tan efectiva como cualquier otra. De esa relación maestro y discípula sobrevino la de director-actriz. Ella, dispuesta y disciplinada; él, muy convencido de que en Adriana había madera suficiente como para levantar anclas y permitir que el barco fuera hacia territorios de la imaginación.
El dueto Binoche-Duch ha montado tres obras y en una ciudad como Xalapa, donde la oferta teatral es amplia y en la mayoría de los casos se trata de una caja de Pandora, mencionar una temporada de este par significa un teatro de calidad, divertido y crítico. “El agua dice lo que pienso” es la última pieza que recién estrenaron; está formada con tres historias (un cuento: africano, turco y celta) independientes pero tan bien ligadas, que al terminar el espectáculo uno ha asistido a tres visiones de iniciación, tres formas de interpretar la vida y que confirman que, a veces, es cierto que sólo hemos venido a soñar.
Las actuaciones de Adriana Duch, en este montaje, deben ser apreciadas en plural. No se trata de un personaje, un narrador, un monólogo… es un abanico de posibilidades que parten de un solo cuerpo y confirman que un teatro sin artificios y sin costosas escenografías es posible sólo cuando la solera del actor no está a discusión. Lúdica, mucha y fantasía, aún más, es lo que mantiene atento al espectador, como en la primera historia, por ejemplo, cuando las manos de la actriz son las veces de los personajes y su voz matizada es la que lleva el contrapeso de la historia. Es una obra de tal intimidad y cercanía, que las sensaciones provocadas por la artista recalan en la vieja conseja para subir a los escenarios: “responder a estímulos falsos con sentido de verdad”.
Los orígenes de “El agua dice lo que pienso” refieren al año de 1977, cuando en París, dos hombres del medio, Jean-Marie Binoche y Georges Perla, idearon un espectáculo para hacer que el teatro fuera a la casa del público. Enfocado principalmente a espectadores obreros, esta pieza se presentó en cocheras, salas y sitios que podían albergar a no más de cuarenta personas. El resultado de aquel teatro en casa fue sorprendente, 600 funciones, unas compradas por instituciones y otras pagadas por empresas y ofrecidas a sus empleados. La escenografía mínima estaba hecha a propósito, pues se trataba, entonces y se trata hoy, de que el espectáculo viaje y se represente sin el problema que significa encontrar establecimientos construidos para la escenificación de montajes.
Hoy, “El agua dice lo que pienso” se presenta en el teatro La Caja, es una oportunidad que no hay que dejar ir.