martes, marzo 27, 2007

Martina la que recuerda


Martina nació en 1930. No se acuerda qué ocurría en el país porque en Tierra Blanca interesaban poco los acontecimientos ajenos al lugar. Su orfandad transcurrió buena, porque la tía Esperanza, quien fue su custodia hasta que llegó a los veinte años, era una vieja solterona que dedicaba tres cuartas partes del día en los rezos y las novenas propios de cada mes.

Creció entre las consejas de la vieja y las recetas de los guisos que exigían como primer requisito el sahumerio de las cocinas y el tizne sobre las bases de las cazuelas de barro.

La muerte de la tía Esperanza le significó perderlo todo y aún recordaba los materiales del ataúd y el milagro sucedido en la misa funeral. Sus veinte años atestiguaron que ese día el órgano de la iglesia estaba descompuesto y por tanto no hubo disposición para una misa cantada, pero cuando el sacerdote roció con agua bendita el féretro de la tía, un “coro como de ángeles” cantó el Ave María más dulce que jamás escucharan y el templo se invadió de un aroma a rosas y el alma de la tía se transfiguró en los rayos de un sol de mediodía que se colaban de una ventanilla de la cúpula hasta chocar contra el suelo.

Martina se educó hasta que una maestra le dijo que sabía leer, escribir y hacer números, en adelante viajó de Tierra Blanca a Córdoba y de allí a Xalapa y a la capital llegó para quedarse. A mediados de los cincuenta una enfermera la ayudó a colocarse como “galopina” en el hospital de ferrocarrileros, donde permaneció poco más de tres décadas, hasta su jubilación, tristísima; o hasta que el presidente de la república gris (el hombre... y también la república), llamado Miguel, incorporó el sistema hospitalario al IMSS.

Pero su estancia en el hospital le valió hacer amistades con sus compañeros de trabajo y extender aquellos lazos afectivos con los hijos a través de la única vía posible: amadrinarlos en bautizos, primeras comuniones y quince años. De tal forma, Martina era la madrina de un centenar de chiquillos que le decían “Tía”. Docenas de jovencitas que le llamaban “doña Marty” y de una que otra mujer que prefería llamarle “comadre”.

Martina siempre se guardó el derecho de concebir hijos, pues con sus ahijados le bastaba y aceptaba los apelativos que le daban y tenían, por supuesto, que ver con la cuestión religiosa. “Yo te llevo a la iglesia, porque si me quieres de algo, que sea por Dios y no por los compromisos sociales” le decía a todo al que se le acercaba con la finalidad de invitarla a formar parte simbólica de la familia.

Esos tiempos habían pasado. Ahora, de la calle no escuchaba más que los pasos; de su casa, el reloj que la acompañaba; porque ni siquiera el teléfono había timbrado; ni una llamada de cortesía para preguntarle cómo seguía de su enfermedad. Mas se acordaba bien de todos y no era porque deseara que le pagasen los favores recibidos, eran, mejor dicho, las ansias de una muestra de afecto.

Sus párpados cayeron y unas gotas de sudor se le agregaron a un raído camisón de franela. ¿Qué importaban si eran unas gotas más? Igual apestaría más hoy que mañana, igual los cabellos estarían tiesos y le brillarían por el cebo. De la misma forma iba a continuar soportando el tufo agrio de sus ingles y axilas. Ni era caso moverse y poner en peligro la mariposa de la venoclisis para estar en pie y bañarse a consciencia, como en los viejos tiempos. Estaba resignada a una pudrición lenta, al fin y al cabo el descubrimiento de los médicos no era un signo de edad sino un “ya lo esperaba”.

Martina palpó su vientre hinchado y recordó cuántas veces le insistieron en atenderse, pero le molestaban los comentarios que se le formaban alrededor: “Desde como los treinta y cinco se me hinchó la barriga (decía) y a mi edad ya no se recuerdan los odios (dijo)”.

Quería sólo morir tranquila, porque la muerte se le hacía muy cercana y los recuerdos demasiado ligeros; pero esa aparición de la guadaña, de la sombra, que la acompañaba todos los días, que dormía con ella noche tras noche.