Foto: Pamela Albarracín
Cuando baja la “Chipona” al pueblo los señores hacemos de cuenta que ya no existe, que nadien te pasa rozando el brazo y es mejor ponerse a silvar una cancioncita que hacerle caso. No importa que Edelmiro nos eche miradas de pistola, pobre, nos tiene coraje porque todos lo encampanamos para que se la echara al plato. ¿Pero quién iba a saber que el relajo ese iba a acabar en todo esto? Edelmiro estaba en la edad de las calenturas y alguna tenía que bajársela. Además, si Honoria aceptaba su trabajo de buena gana pues el chamaco no la tenía prohibida; además que era bien fácil revolcarse con ella. Yo creo por eso tanta su fama: le pagabas y donde estuvieras, atrás de las milpas, en los solares y así.
Uno sabía a qué le tiraba, era más limpio con ella que con las señoras que tenía la Cata. Honoria nunca se anduvo con remilgos, cargaba siempre su botella de alcohol y un rollo de papel sanitario. En cambio con las otras el asunto era más frío, a plena cosa hasta por leer cuentos les daba. Y así, de plano, no se puede, no hay inspiración.
Eso de la Chipona le vino cuando era más joven. Ahora ya la miras toda flaca, medio chimuela, escurrida de la cara y ojona... hasta parece bruja. Pero antes, mis respetos, ¡qué barbaridad de caderas! Y tenía ojazos, de un café oscurito y cuando se reía, en los cachetes se le formaban dos hoyitos. Una preciosidad de chamaca. Caminaba muy aprisita.
Pues nos gustó a todos. Te estoy hablando de los años sesenta, más o menos. Y por ese tiempo yo tenía un compita. Ya es difunto, Valerio, se llamaba. Pues tenía un defecto: la boca suya era de oreja a oreja. Piensa en las burlas que le hacíamos todos nosotros. Un día temprano, me llega a ver, muy contento porque había dormido con Honoria y más todavía porque según él, ella fue la primera en darle un beso como Dios manda. ¿Para qué nos lo dijo? A él lo dejamos en paz, pero no faltó quien le pusiera la Chipona.
A principios de los ochentas Edelmiro tenía como dieciocho años. Chamaco. Toda la cara, toda llena de barros, hasta te espantabas. Los más viejos le sugerimos el remedio para su grasa: conocer mujer. ¿Qué mejor que Honoria? Y ahí vamos a buscarla, hasta parecía carnaval. Y pasó. Ella se lo cogió allá por el rumbo donde están las milpas. Fue cuestión de volver a verse y repetirse: se arremangó las faldas dejando a los cuatro vientos su panocha. Él se sacó el pito, enrojecido. Honoria sabía su trabajo y lo hizo. ¿Quién diría que el chamaco terminaría enamorado? Hasta fueron a vivir a una ranchería.
Veías llegar a Edelmiro con ropa nueva, con su cara limpia. Fue terco. Por más que le decíamos que esa no era mujer que convenía, que se buscara a una más tierna él estaba necio. Y en una de esas conoció a al hija del Comisario Ejidal. Bonita, grandota. Y se van enamorando. Nada más lo supo Honoria y como fiera, vino a amenazar a la pobre Gloria Le gritó que Edelmiro era suyo, que ella, Gloria, era bonita y con sus encantos podía conseguirse a una persona igual. Y como bien dicen, cuando la mula es pedorra aunque la carguen de santos.
Honoria, ni tarda ni perezosa se movió rápido. ¿Qué brujerías ni qué? Una noche, después que Edelmiro había cumplido con sus obligaciones de caballero, esta mula que le cercena los tompiates. Y ahí anda. Se puso grande como marrano y algunos dicen que hasta perdió la razón. Ora, con ese corte de pelo como de soldado, pues se ve peor. Sí, siguieron viviendo en la ranchería, allí Honoria puso casa de güilas; de putas, pues. Pero el pobre se echó a perder. Cada que viene al pueblo nos mira con odio y nos avienta piedras, nos mienta la madre y ella lo calma como si él fuera un chamaco.