viernes, marzo 16, 2007

La muerte de Joaquín Cabello

Foto: Antona

Al difunto Joaquín Cabello, cuando estaba vivo, le pareció que muy pronto vendría el tiempo propicio para comenzar el negocio de los helados y comenzó a malbaratar las golosinas que, desde la mañana hasta el atardecer, solía ofrecer a los automovilistas que tenían que soportar el engorro del tráfico y las muy recientes oleadas de calor. “A dos bolsitas por cinco pesos, jefe” decía a los conductores que lo veían con sus rostros desentonados, pues aquel vendedor tenía fama de bien administrado, poco dado a los vicios y siempre ofrecer dulces, cigarros o semillas y todos los productos bien frescos y conservados. ¿Acaso se le habían aflojado los tornillos o ya le daba por revolver la mercancía nueva con la rancia, y de allí la explicación a tanta solicitud y ofertas?

Pero la imaginación de este muchacho era un poco más desarrollada que lo común. Estaba seguro, había soñado hacer el gran negocio de su vida si en lugar de empaquetar golosinas y otras chucherías que provocaban antojo a los oficinistas, amas de casa, niños que iban o regresaban de sus escuelas, él diera una imagen fresca, rozagante y sin mácula de calor. Vamos, una especie de Joaquín recién bañado y con el evidente relajamiento de quien ha dormido las ocho seguidas y con la seguridad de tener la imagen suficiente para vender: “aguas frescas de sabores exóticos”.

“Tú ya perdistes el juicio y te quedastes tarado”, le decía su madre. Pero él se defendía con explicaciones que si no convencían a sus conocidos, en sus más apreciados ideales tenían la solidez de una ley irrefutable. Sí, porque durante uno de los tantos duermevelas obligados por el vaivén de los autobuses, el ruido monótono del tráfico de las avenidas que patrullaba a diario, las regurgitaciones del ácido vinagrillo de los chiles con que aderezaba sus lánguidas comidas y la desesperanza de saberse confinado a una vida de privaciones... había escuchado sobre la desastrosa nueva existencia que esperaba a los seres humanos: el cambio climático que conducía a una sed irremediable.

Joaquín Cabello no estaba muy seguro de haberle dedicado más de dos horas seguidas al tema, pero se trataba de un asunto de escuchar aquí y allá y como el sentido común siempre enseñará más que una biblioteca junta, el muchacho juraba que su invento ayudaría a los hombres y en su caso, lo libraría de la pobreza. “Agua fría con el color y el sabor de las violetas para aliviar los dolores de cabeza y refrescar los ánimos”. Y a la receta de violetas también añadió anís, menta, hierbabuena, lima, canela, brisa del mar, bosque verde y la especialidad, amanecer de primavera.

El asunto era sencillo, porque también alguna vez leyó un artículo titulado: “La industria imita los sabores y las sensaciones de la madre naturaleza”. Y como eso lo atrapó, recortó el rectángulo que ocupaba aquello y tras leerlo todos los días llegó a memorizarlo, sin excepción de puntos y comas. Y si los científicos se basaban: “...en la impresión olfativa para que gracias a los procesos químicos el usuario no pudiera diferenciar entre una manzana recién cortada y el aroma de los productos, al grado que con el paso del tiempo, proveerían por más habitual el aroma facilitado por las industrias que el de naturaleza misma...”

Cuando se confirmó la segunda ola de calor de la temporada, Joaquín inicio sus experimentos. Pero como de química sabía nada más que la existencia de un papel al que llamaban tabla periódica, su agudo sentido común le susurró de acudir a los aromatizantes ambientales y a las anilinas de la papelería de su barrio. Preparó exactamente nueve pócimas y cuando su lengua estaba entumecida y su paladar confundido, fue a la cama seguro de que para conseguir la gloria hacen falta los sacrificios.

Al segundo día de su sepelio, corrió el rumor de que la tumba de aquel desafortunado, debía tener algo de especial, bien fueran los despojos o el pedazo de tierra. Las flores, escasas pero llevadas con sentimiento, se marchitaron rápido; pero el olor que despedían era increíble, pues si el paseante de cementerios aguzaba el olfato, le llegarían pringas a: violetas, anís, menta, hierbabuena, lima, canela, brisa del mar, bosque verde y amanecer de primavera.