El presidente de los estadounidenses, Georges W. Bush, en su discurso de recepción en Yucatán, dijo que comparte la construcción de: “un continente donde los pobres y los marginados puedan sentir los beneficios de la libertad en su vida diaria”. Entonces puede entenderse que siempre es preferible un mendrugo de pan, dilatado en el masticar, por duro, pero siempre bajo las garantías que aseguran al individuo una libertad de palabra y pensamiento. El señor presidente en ningún momento se refirió a mejorar la vida de los pobres y los marginados, pero al menos garantizó la libertad.
Un marginado que consigue unas monedas en las calles de la Babilonia de Hierro, debe sentirse tranquilo al saber que la política de su país, representada con su bandera de las barras y las estrellas, han reaccionado con tal paranoia ante cualquier fracción del mundo que no piense como ellos, que la integridad de la nación está a salvo. Total, un elevado promedio de los estadounidenses tiene mayores posibilidades de muertes violentas producidas “en casa”, que ante la amenaza de un nuevo ataque aéreo. Incluso, sin la violencia repentina, el patrón de alimentación de un ciudadano del imperio lo expone a muerte por obesidad, diabetes e infartos al corazón, que al terror de que las hordas de indocumentados se levanten en armas y se los coman.
Ya lo dijo el presidente gringo, no hay que conformarse con esperarlo todo del acuerdo al que lleguen los respectivos gobiernos en el asunto de la reforma o el acuerdo migratorio. El propósito es de “pueblo a pueblo” y si ya está comprobado que los mexicanos son capaces de enviar aproximadamente 20 mil millones de dólares, ¿para qué fomentar la posibilidad de que los indocumentados paguen impuestos o al menos que se les pague como a un ciudadano que a pesar de la pobreza y la marginación, conserva intactos sus derechos? Además de familias, iglesias y universidades están cruzando pescuezos y la colaboración entre este tipo de instituciones rinde buenos frutos, ¿para qué queremos la intromisión de los políticos, que todo lo malean?
En cambio, el nuestro, Felipe Calderón, quiso recordar sus tiempos de lides oratorias en las juventudes panistas y le hizo ver que aunque presidente: “Soy originario de Michoacán, uno de los estados que más ha sufrido por la migración y sé del dolor de las familias al separarse y de los pueblos donde los ancianos se van quedando solos... Sé también que los mexicanos perdemos en cada migrante lo mejor de nuestra gente, gente joven, gente trabajadora y audaz, gente fuerte, gente que se va porque no encuentra aquí las oportunidades para salir adelante”. Qué corazón, de plano.
Pero como no todo se arregla con una caja de pañuelos desechables en la mano, también el presidente Calderón hizo de las suyas con la propuesta. Dejó en claro que sería mejor invertir en México y eso evitará que a la larga, en las céntricas calles de Los Ángeles proliferen los puestos de tamales o elotes recién hervidos y que de las ciudades de California, como una plaga, la “mexican food” se propague hasta en los recovecos más siniestros del imperio. Calderón Hinojosa sacó las cartas de la manga, pero sus intenciones fueron casi tan sincerotas como el discurso del buenazo de don Quijote de la Mancha; aseguró que en el territorio nacional se está haciendo una purga de malandrines.
Quizá los Estados Unidos generen trabajo en México, total, si deciden la construcción del muro, ¿de dónde van a sacar obreros si no es mano de obra mexicana? Es probable que en este renglón el presidente Calderón diga que los malandros capturados tomarán cursos de albañilería. Ay, los presidentes.