Foto: Pamela Albarracín
Las tarifas telefónicas de México son como los platillos a los que se tilda el apellido de “a la mexicana” y por lo general resultan de complicada digestión. Pero en los años felices, cuando el cableado aún no invadía la vista hacia el cielo de las ciudades, los recados y los recaderos tenían su debida importancia, ya que era imprescindible contar con la buena disposición del vecino de barriada que dijera a la familia que fulanito de tal mandaba decir que llegaría tarde, dado que se prolongó el rezo por el descanso del alma de la tía Engracia.
Pero eran también los años felices en los que cualquier ser humano requería un mínimo de neuronas para memorizar los números telefónicos de los conocidos, a lo sumo se trataban de cinco dígitos y unas tres docenas de direcciones. Y cuando en el vecindario eran pocos los que tenían el privilegio de escuchar en sus casas el “ring-ring”, aquella prerrogativa no los libraba de convertirse en la referencia y en los juglares de los chismecillos absurdos y las noticias graves. El cine nacional nos recuerda que hasta los años setenta tenían importancia capital los estanquillos y los corre-ve-y-dile; habrá quien tenga fresca la escena donde Pedro Infante, en su cacareado personaje de Pepe el Toro, recibe llamadas furtivas de la “rota” que anda tras sus huesos: “Ya le dije a usted que no me llame”, decía, con su cantaletita defeña, el ídolo del México de entonces.
Al paso del tiempo, las compañías prosperaron y cuando la moda fue la nacionalización de las empresas, en el país también se echó mano de la telefonía. Por un lado, las comunicaciones se expandieron y por otro, cuando el negocio estuvo en manos del Estado, la alta burocracia, el sindicalismo charro y las corruptelas dieron al traste con Teléfonos de México. Pero mientras el romance, los usuarios sabíamos exprimir hasta la última gota de zumo que rendía el servicio ilimitado de cobertura local, a cambio de una renta fija. En las calles, las casetas telefónicas cobraban sólo una moneda de veinte centavos y entonces, el invento de Graham Bell, sirvió incluso para iniciar amores y romper otros, para intercambiarse recetas de cocina o para hacer bromas.
Mi abuela, una mujer que sabía combinar al ladino de pueblo y al vivillo citadino, en una de sus horas de locura (seguramente), me enseñó a bromear: “Marca cualquier número y cuando te contesten diles que hablas de la radio porque estás haciendo un concurso y se trata de que digan tres veces: ‘Yo tomo ron Bacardí’ y cuando terminen les dices: ‘Pinche borracho’ —o borracha, según fuera el caso— y cuelgas”. Y claro que lo llevé a la práctica… pocas víctimas cayeron ante la voz de un niño que decía organizar concursos para Radio.
Llegó la privatización de la telefonía y con ello los cobros exagerados y verdaderos por el servicio. Primero, porque como siempre, en México se trata de un monopolio y segundo, porque esa característica los ampara e impulsa a cometer cualquier tipo de atropellos. Y si no nos gusta que a pesar de ser un país rico pero con ciudadanos pobres, las tarifas residenciales y comerciales son de las más altas en comparación con casi todos los países, pues a retornar a la dádiva de los recados y los recaderos.
Y si algunos pensaron que por el embate de los cobros los mexicanos nos quedaríamos mudos, o que boicotearíamos el asenso millonario de Carlos Slim, pues se equivocaron, hablamos y siempre, más de la cuenta. Aunque pensándolo bien, no tanto; es decir, ese dicho de que de lengua me como un plato, ya no es tan cierto. Hace unos siete años yo conducía un programa de radio, en horario vespertino y aunque regalaba pases al cine, al teatro, a los conciertos y llegábamos a rifar libros, recibía muy pocas llamadas. El operador de cabina me comentó que la situación era pareja en toda la estación y decía que “antes del servicio medido” un escucha promedio realizaba hasta cinco llamadas al día, en el transcurso de la programación. ¿Sería castigo divino por los concursos que realizaba de pequeño, pero con el beneplácito socarrón de mi abuela?