martes, marzo 20, 2007

Urracas hoteleras y vicios menores

Manuel Leguineche

En la colonial ciudad de Guanajuato, en un pequeño bar llamado “Las ranas”, anejo a un hotel, las mesas estaban equipadas con sencillos ceniceros de barro que exhibían una leyenda atractiva, curiosa y que invitaba al hurto: “Este cenicero me lo chingué del bar Las ranas, de Guanajuato, y me vale madres”. Lamentablemente los ceniceros carecían de utilidad posterior, porque el barro no estaba vidriado y el uso continuo hacía que las bandejillas emitieran fuertes dosis de nicotina.


Pero bueno, con utilidad o sin ella, era una especie de simpático regalo de la casa, porque tenía la característica de todos los afiches con que carga uno cuando sale a un viaje. Ceniceros, vasos, jabones, esponjas entintadas para limpiar zapatos, botellitas de champú y enjuagues, gorros de baño, sobres y papel membretado, toallas, sábanas, la Biblia o alguna edición fragmentada, el llavero, las almohadas, los controles de televisión y en casos insólitos, hasta los aparatos de mayor tamaño, como el televisor. (¿Se sabrá de alguien que se llevó el frigobar? ¿La tina?).


Es evidente que un cenicero que incluya la publicidad de los hoteles, está puesto allí con la finalidad de invitar al cliente a participar en un robo que se parece más a la mentirilla piadosa. Pero ya cargar con otros enseres, ha motivado a las anécdotas más sabrosas, picantes y que levantan rumores y maledicencias sobre los huéspedes que se salen con la suya o los que pasan por la vergüenza pública de abrir sus maletas cuando el gerente les solicita una necesaria inspección.


Y el tema vino a cuento porque en uno de los capítulos de “Hotel Nirvana” (que lleva un subtítulo: La vuelta a Europa por los hoteles míticos y sus historias), de Manuel Leguineche, trata el asunto de los robos, los voluntarios y los descarados. Pero como el periodista vasco no se refiere a los pequeños hoteles sino a los sitios más exclusivos del viejo continente, es motivo de partirse de risa enterarse que también los aristócratas, los nobles, los millonarios, los famosos, los industriales y los políticos, tratan de salirse con la suya.


Va un párrafo que me pareció memorable, porque salimos a cuento. Es del capítulo 14, llamado Bruselas, un decorado de ópera. Allí se lee: “En el Metropole de Bruselas un cliente mexicano se llevó no el albornoz sino el espejo del baño. Se encaprichó y a la maleta. Era una situación delicada: el mexicano se había pasado la noche desatornillando el espejo, que no era fácil de arrancar. La dirección parecía dispuesta, una vez descubierto el hurto, a evitar el escándalo pero también a recuperar el valioso espejo. Cuando la doncella informó a la recepción que se había producido el robo el encargado de guardar las maletas hasta la salida del taxi que le trasladaría al aeropuerto estuvo atento a la faena. En cuanto el cliente depositó sus maletas, el empleado cerró la puerta con llave, las revisó una por una y dio con el espejo… Hay fórmulas en los hoteles para evitar el embarazoso momento… Se usan ‘frases acomodaticias’: ‘Se ha mezclado el albornoz con su ropa”.


Es verdad que uno arrasa con las minucias que llevan impreso el emblema de la casa, por ¿manía? ¿Vicio? ¿Necesidad? Un antiguo promotor de artistas me platicó que durante una gira, cuando sus representados abandonaban el hotel, le llamaron para informarle que faltaban los juegos de toallas de cuatro de las cinco habitaciones que habían alquilado, entre ellas, la suya.


Yo me voy a sincerar, escribiré qué me robo de los hoteles… claro, sólo la primera vez que viajo a una ciudad desconocida (después ya no le encuentro el caso)… los directorios telefónicos. Antes no había pensado en su utilidad fuera del área geográfica: pero son magníficos catálogos de nombres y guías para darse una idea de lo que es posible encontrarse en una ciudad. Independientemente de la guía Roji o los “callejeros” electrónicos.