miércoles, abril 04, 2007

Begoña no huele a chocolate amargo

Foto: Antona

A mi amigo, el arquitecto Luis Francisco Hernández.

“Quiero decir, que los religiosos, con toda paz y sosiego,
piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y los caballeros
ponemos en ejecución lo que ellos piden…”Miguel de Cervantes —Don Quijote

Pero qué chifladura esa de visitar a esa muchacha, por quinta ocasión, en menos de una hora. Y aunque cosas más locas se miran durante los aciagos anocheceres de la primavera madrileña y sobre todo donde late fuerte el corazón del barrio de Chueca, que nadie se extraña de ver a un turista —más aún cuando se trata de un mexicano aburrido por hacer fila para entrar al Museo del Prado— que guía en mano y cámara fotográfica en la otra, se apasiona tan rápido a las cabinas donde catorce euros le valen cinco minutos de proximidad visual con la gloria terrena.

La persona a la que él se aficionó no se trataba de un tipo con las atribuciones casi completas de una chica, sino de una soberbia morena con los ojos de almendra y las tetas bien respingaditas al aire. El letrero de “La Almiranta” era claro, anunciaba que de la cabina tres a la siete, hasta las veintitrés horas, sólo actuaban tías rubias y morenas, verdaderas. Y como el chupito de vermú y dos vodkas en “Del Diego” ya habían realizado lo suyo, cuando el hombre dio la primera bocanada al aire tibio de la jovencísima noche, el imán y el embrujo de Madrid eran ya inevitables.

Destellos de neón eran las estrellas que guiaban a los navegantes y a las marineras que se atrevían a surcar aquel mar de calmas bien lejanas. ¿Qué sentido tendría el edificio Metrópolis o haber realizado la obligada visita al Oratorio del Caballero de Gracia si no se caminaba por Virgen de los Peligros para llegar a Reina? De los doce mil bares de la capital española, él sólo conocía el aledaño a su pequeño hotel donde las únicas tapas baratas eran tres desangeladas aceitunas apenas rociadas con vinagre de sabor a manzanas y el resto (lomitos de merluza a la sal, piquillos rellenos, albondigón, montaditos de Cabrales y un rarísimo sorbete de natas y hueva confitada) valían tres veces menos que su peso en monedas. A bien vivir el cuarto de los cinco días de su estancia. Total, eran sus primeras vacaciones de soltero a los veintisiete años de casado, pero logradas gracias a la V Convención Internacional de Histopatología.

Mientras se descorría la ventanilla de la cabina seis, él pensó en aquella fijación y en el costo, que ya le empezaban a embargar el ánimo. Durante su vida profesional, ¿a cuántas mujeres había dado la consulta: blancas, rubias, amarillas, morenas y negras? Trató de imaginarse que a esa hora, el grupo de especialistas mexicanos ya estaría de vuelta de la excursión a Toledo y él, el serio de la comitiva, ahí, parado como un pobre diablo que se contentaba con ver a una tipa que jamás se enteraría del rostro que tenían esas miradas ajenas pero que seguramente ansiaban lamer su cuerpo, juvenil y hermoso.

¿Así continuará la vida a pesar del siglo XXI o desde que Sherezada, la madre de los contadores de historias, logró inquietar el corazón de un cruel, seguimos renuentes a dejar de soñar? Él no sabe de las trémulas existencias literarias, porque siempre ha preferido ver películas antes que abrir un libro; pero sabe que allende los mares, el rancio amor que siente a su esposa ni siquiera es traicionado, aunque a decir verdad, le hubiera encantado probar y aspirar, sólo eso, el sabor y el aroma de la piel que cubre la zona del hombro de aquella chica que se desliza entre cojines de satín para que el mirón se deleite con los apretujados rizos que sirven de jardín a su coño. Pero esa chiquilla no tiene la cara de Greta Garbo, ni la sonrisa de Ingrid Bergman, ni el porte de Rita Hayworth, ni la suspicacia de Audrey Hepburn. Ella tiene cara de lo que dice el cartelito prendado a la puerta de la cabina seis: “Begoña es para ti”.