Foto: Pamela Albarracín
Pese a que ayer, el agua de algunas albercas de las playas artificiales del Distrito Federal amaneció verdosa —se pasó de cochambre y a los responsables se les olvidó echar cloro,— el jolgorio azteca sigue al alza. Y aunque en el operativo “Acapulcazo” no se permite la venta de bebidas alcohólicas, a quienes sí conocen las verdaderas playas se les hace inconcebible una tanda de asoleos sin un trago de cerveza fría. Pero aún faltan muchos días y el ingenio es lo que sobra, no hay por qué incendiar las naves a la primera de cambios.
Los que vivimos tan próximos al mar (aunque pasen años sin que pisemos una playa) quizá no imaginamos que una persona, en toda su vida, no haya presenciado de cerca el espectáculo que supone el movimiento de la marea, la brisa que obliga a entrecerrar los ojos y el regusto salado en los labios. Caminar a la orilla del mar, sin otra compañía que la propia sombra jugando a quemarse en cada uno de los granos de arena, es uno de los milagros de la vida que provocan bien poca tristeza, ya que a cualquiera le parece un poco absurdo contribuir con su gota de agua salada, a algo que de tan grande, parece no terminar jamás.
Fue por el año noventa y nueve cuando me aficioné a los viajes en tren, desde Xalapa hasta la ciudad de México y viceversa. Una nota leída en un periódico avisaba del inminente cierre del servicio a pasajeros, por la entonces cercana quiebra de Ferrocarriles Nacionales de México. Yo estudiaba los primeros semestres de Historia y aún estaba convencido de querer enterarme todo lo posible sobre el Porfiriato; el tren era parte de acudir a lo que quedaba vivo de aquel periodo en la historia de México. Y en uno de los viajes de regreso, que a veces alternaba por la ruta nocturna en el “Tren Jarocho” (que iba hasta el puerto de Veracruz pero vía Orizaba), platiqué las últimas cuatro horas del viaje con un hombre de ocupación taxista, que iba hasta Veracruz con su esposa, un pequeño hijo y una cuñada.
—Vamos porque ella nunca ha visto el mar, es monja y hace un mes, le dijeron que tiene cáncer —me platicó. La idea de viajar en tren, era porque deseaba que su hijo tuviera una experiencia más en su vida (la ventaja de viajar solo, es que uno siempre termina charlando con otras personas).
Cuando el silbato de la locomotora anunció que por fin, tras doce horas de viaje, habíamos llegado al puerto de Veracruz, la algarabía de aquella familia era más que evidente. Al estrecharnos las manos, como despedida, la estación desplegaba su bulla constante porque a esas ocho de la mañana, llegaba un tren y partía otro, con rumbo a la ciudad de México, pero vía Xalapa. Y como mi amor por las fechorías de don Porfirio y sus secuaces no eran tanta, regresaba a mi cuidad en autobús. Pero antes, un café en el lugar que mira de frente al mar.
Aspiraba el reconfortante aroma del café recién colado, cuando observé que la familia de capitalinos con quienes había compartido el viaje, se había apostado en el malecón y los tres, miraban absortos hacia la fortaleza de san Juan de Ulúa. Minutos después, la religiosa (que no llevaba ropas de monja o al menos no daba ese aspecto) se despegó del reducido grupo y adelantó sus pasos hasta llegar al borde, abrió sus brazos y al cabo, su familia la alcanzó para reunirse en un abrazo colectivo.
Sosegado por la dosis de cafeína, pensé que sí, que un originario del Distrito Federal puede llegar los ochenta años y no conocer el mar, porque curiosamente, somos un país tan rodeado por mares, pero tan ensimismados y obsesionados por la idea del centro. ¿Pero qué hizo magnífica a la ciudad de los palacios sino lo que llegaba y se iba por el mar? Y todo empezó en la isla donde los viejos caminantes que venían de Aztlán, vieron que un águila devoraba a una serpiente. Y es que andar justo en aquel mítico ombligo de este país, es tan difícil creer que hace todavía 400 años, aquella ciudad colonial aún estaba rodeada por agua. México en una laguna.