martes, abril 03, 2007

Un gato melómano

Foto: Pamela Albarracín


A Ofelia Alarcón.

—Puedo entender que un camarero o un empleado de banca
detesten su trabajo, pero no un músico.
Vikram Seth



Este era un gato a quien le gustaba el jazz y a pesar de que no dejaba “gata viva en el vecindario”, era tan vanidoso que, después de lamer la leche tibia que le servían en el tazón, se pintaba el hocico.

Ya sé que ustedes me dirán cuánto exagero. Pero este gato era tan culto tan más como el que ronronea a los pies del refinadísimo Paco Ignacio. Y además de la severa inclinación que nuestro minino sentía por la música, el sexo opuesto y la buena mesa, también disfrutaba escabullirse cada tarde, si el proceso de digestión se lo permitía, cuando al estudio de su amo llegaban los tres enfadosos músicos, dispuestos a ensayar durante horas, las aburridísimas piezas de cámara que luego de semanas de práctica, estrenaban como el Cuarteto Górecki, en teatros de mediana reputación de aquella ciudad.

Pero no es que el gato odiara las magistrales composiciones de Vivaldi, o de Bach, o de Mozart (que por lo visto estos músicos no conocían a más luminarias, porque jamás salían de esa triada)… En el fondo o espectro de la séptima de sus vidas, odiaba que esos atildados lo tomaran como referencia para cerciorarse de la calidad o la pasión que ejecutaban con sus instrumentos lo escrito y ordenado en las partituras.


—Alto, alto, alto, alto —repetía el histriónico y desgarbado Maximiliano, el primer violinista del Górecki.


—Hemos entrado mal: vean a Diapasón —chillaba.
Los otros músicos volteaban a ver hacia el rincón donde se acurrucaba el gato, quien a pesar de aquella palabra, “diapasón”, no era la horquilla de acero que da notas puras sino eso, un verdaderos “Felis Leo” de pelambre sedosa y con una descompensada proporción que lo dotaba de grasa y lo hacía ver falto de carnes.

—¿Y esperas que ese haragán nos sirva de metrónomo? —preguntaba Víctor, violoncellista del cuarteto y amo de Diapasón, el gato. Después de la risa colectiva, Maximiliano explicaba que si los mininos no sabían de compases, tenían en sí el privilegio del sentido del ritmo y que en los minutos transcurridos del ensayo, Diapasón ni siquiera había mostrado intención de mover la cola.

—Ese animal come más que su dueño, no puede ni moverse. Si quieres le tocamos un valsecito, a ver si con eso se despereza —terciaba Edson, el segundo violín.

Quizá por eso el cuarteto no rea tan bien reputado; escenas como la anterior se repetían con frecuencia y los ensayos se transformaban de formalidad para con la música, en tertulias cafeteras más dignas de verdaderos logros coronados de escritores.

Diapasón nunca se aturdió por aquellas discusiones tan improductivas. De cualquier forma, a él le gustaba el jazz. Cuando el gato cumplió tres semanas de nacido, fue regalado a Víctor por su novia en turno y como el músico estaba convencido de que para mantener la destreza en el repertorio sinfónico, un músico de cepa duerme con un fondo musical contrario a sus intereses, el minino se habituó a las ocho horas diarias del canal de jazz, que transmitía veinticuatro horas del mejor repertorio mundial.

Escuchar, sincopar, balancear, jazzear, degustar, tragar, eructar, amar, fanfarronear, descansar y ronronear, eran los once verbos favoritos de Diapasón, quien a sus tres años aún no terminaba de quemar la segunda vida. Era un gato excéntrico y le gustaba el jazz.