En las escalinatas de la Catedral, Reynalda tuvo que cerrar el cuaderno de pasta roja, en el que repetía con una gastada caligrafía las viejas cartas de los años pasados, para extender su mano y recibir la tercera limosna del día. Chasqueó la lengua y percibió un sabor a fierros oxidados (lengua carcomida por sabores distantes y distintos, recuerdo de tantos días pasados); guardó en su canasta todas las pesadumbres para dejar la baldosa que ocupaba todas las tardes en la escalinata de la catedral, se santiguó con la misma fe que desde niña y apretó contra el pecho la fotografía sepia que se le había convertido en un relicario. Caminó hasta donde la calle y esperó la señal de la luz roja para cruzar hacia el parque.
Se estableció en una banca apenas resguardada por la sombra de una jacaranda. Sacó de su antebrazo la fotografía y volvió a contemplarla, como si fuera la última vez. Esa tarde la luz era violeta y al mediodía el cielo había estado de un azul intenso, por lo que la cara de la niña retratada pareció volverse más regordeta al recibir los colores entretejidos con el filtro del humo que arrojaban los vehículos. Después extrajo un paquete y se dejó consolar por el graznido de los pepes, que durante la tarde visitaban el parque.
Leyó el rótulo del sobre-bolsa con la poca visión que le quedaba y extrajo un retrato. Sus uñas rasguñaron a las pequeñas burbujas del óleo aún por secarse del todo y olfateó con detenida calma, como si hubiese posibilidad de adivinar los colores a través de la nariz. Rojo, dijo, cuando los orificios se le posaron sobre la cortina de fondo que Luis Zavaleta, un estudiante de la Escuela de Pintura, había dispuesto como pared a la representación mortuoria que le habían encargado. Y cuando llegó el turno de oler el rostro, lo apartó lo suficiente, para ver por completo aquella cara.
Con el índice, quiso desplegar los labios de la criatura con tal de imaginar que transformaría el gesto de muerte por una sonrisa. A cambio, regaló una mueca triste, porque sus ojos no daban para más lágrimas que aquellas ya regadas durante decenas de años.
Estaba resuelta a esperar la media tarde para enfilar rumbo a sus andares. Y sería la visita de un grupo de estudiantes extranjeros lo que la llevaría hasta ellos; un grupo de gringos apenas atraídos por el Museo de Antropología, rebosante de caritas totonacas y Brígidas, aleatoria magia de la copia que un artesano imitaba a la perfección.
De aquel grupo, muchos le solicitaron se dejara fotografiar y cuando los ruidos de los motores hicieron fotografías, Reynalda trató de repetir un gesto distinto al del retrato que usaba como relicario. Estaba dispuesta a reír y olvidar momentáneamente.
El grupo se dispersó para comprar nieves y refrescos y ella vio su palma llena de monedas. Sonrió, para una última placa y el cobro le permitió descansar el resto de la tarde, que no se pronunciaba por una venta satisfactoria.
—Estos gringos— dijo.
El grupo estaba reuniéndose cuando uno de los chicos le propuso comprar el retrato al óleo pero ella negó la oferta de quince dólares. “Está bendito, es santo”; les repitió hasta la saciedad o hasta que el autobús de los extranjeros solicitó la presencia de los turistas.
La calma inundó nuevamente los corredores del parque. El busto de Francisco I. Madero, sobre cuya oreja se equilibraba un pepe, resplandeció igual que el sol. La anciana pensó que era la única forma de ver cómo solía brillar el oro, de extender su mano a los extraños y saber qué tanto dicen del aspecto de la vieja “de la entrada de la catedral”.