Hay quien asegura que la poesía adquiere su verdadero significado cuando los hombres y mujeres parecen contagiados de un espectro funesto, porque es justo en la más honda desesperación cuando las metáforas encuentran voces capaces de expresarlas y de comprenderlas. Y aunque también existen poesías hermosas, el alma aquejada por el desencanto, por la indiferencia, por la violencia, por la guerra y por la muerte, no puede solazarse en palabras ideadas para ser bellas por sí mismas y que como pájaros que trinan en la campiña de verdes primaverales, integren frases que convidan a la tranquilidad del espíritu.
Miguel Hernández, aquel exquisito elegiaco español, nos mostró que el desgarro de la piel es siempre más doloroso que el de las vestiduras. Él únicamente se iba con tres heridas: la de la vida, la de la muerte y la del amor. Y en un juego que intercambiaba la jerarquía de esas tres dolencias, sucede su “Canción última”. Ese poema, en sí, encierra una tristeza que no se le desea a nadie en tiempos de paz. Pero en tiempos de guerra, el oficio del rencor hace tan bien su parte, que el dolor ajeno empieza a constituirse como tranquilidad y a la vez incertidumbre para quien aún respira la vida, muy a pesar del permanente acecho de la muerte.
La muerte. La muerte… dama enigmática que domina por sobre todos los miedos del ser que se piensa libre. Ella es, durante los tiempos de violencia, un grito desesperado para indicar que en cualquier instante se apaga la vida y así, el mito de las Parcas que hilan y cortan el hilo vital de los humanos, abandona el terreno de los sueños para transmutarse en la realidad. ¿Cuántos poemas de muerte conocemos? ¿A qué número de poetas que le han dedicado sus letras tenemos vigentes en los recovecos de la memoria?
Uno se vuelve bestial (Man wird tierisch)
por el aire ferruginoso. (Das macht die eisenhaltige.)
Mas este arrugado corazón (Luft. Aber das faltige)
todavía siente a veces algo lírico. (Herz fühlt manchmal noch lyrisch.)
Así comienzan los versos de un poema titulado “Carta de Rusia”. Fue compuesto por alguien a quien los filólogos ubicaron en la chocante etiqueta conocida como la: “literatura de los escombros”. Aquel jovencito hamburgués nació en mayo de 1921, se llamaba Wolfgang Borchert y a los veinte años fue reclutado al frente Ruso. La guerra fue para él la única posibilidad del Eros y el Thanatos, no le quedó otro remedio.
Sabina Scherzer, en su estudio sobre el poeta, apunta que el escritor alemán Heinrich Böll detalla la vida del joven de la siguiente manera: “Wolfgang Borchert tenía 18 años cuando estalló la guerra y 24 cuando terminó. La guerra y la cárcel habían destruido su alma; lo demás lo hicieron el hambre y los años de la posguerra. Murió cuando apenas tenía 26 años. Dos años le quedaron para dedicarse a escribir y durante ese lapso escribió como alguien que vive en la carrera con la muerte. Borchert disponía de poco tiempo y lo sabía.”
La primera vez que mis alumnos supieron de Borchert, fue cuando les leí en voz alta su pequeño cuento titulado “Es que las ratas duermen de noche”. En tres cuartillas, el poeta alemán había condensado lo que viene después de un bombardeo y la inocente explicación que un hombre recibe de un niño quien argumenta no puede moverse de aquella casa derrumbada, porque allí están los restos de su hermano pequeño y debe vigilar para que las ratas no coman el cadáver. A mis jóvenes pupilos, el cuento les pareció de una crudeza sólo comparable a lo que veían en la televisión. Después, escribí en el pizarrón los primeros cinco versos del poema “Sueño de faroles”:
Cuando muera
quisiera ser por lo menos
un farol que esté ante tu puerta
para cubrir de luz
la pálida noche.
Tras leer una breve biografía de Borchert, llegamos a la conclusión que aquello no era la guerra, sino el hombre mismo.