jueves, abril 12, 2007

La fotografía de Margarita



La muerte de la abuela Inés fue sentida por todos. Pronto comenzó la pesquisa a los objetos más íntimos y salieron, de cajones perfumados con naftalina, decenas de cartas, cortes de tela y un grueso álbum que recopilaba la historia familiar. Los vivos trataron de rescatar esos recuerdos. Si la vieja faltaba, los hijos y los nietos estaban dispuestos a perpetuarlo todo.

Adela, la nieta mayor, escogió el álbum e invocó a todos sus fantasmas, desde el más reciente hasta el tío muerto a principios de la revolución; desde la imagen de la abuela, aún fresca, hasta todas las fotografías amarillas y sepia que lo plagaban. Abrió las hojas plásticas y miró detenidamente: todos en el mismo sitio, tiesos, quietos, con sonrisas congeladas y cabellos en su lugar.

Bebió un sorbo de licor, pues en su boca cabría la vida, en su estómago apenas si había sitio para una combinación del aguardiente con cerezas y mariposas, angustias revoloteando desde las entrañas hasta los recuerdos. Y no supo más, porque se topó con una fotografía que la abuela guardó con recelo, hasta el día su muerte.

Ese trozo de papel amarillento era la imagen de una niña vestida de Santa Teresa de Jesús; una pequeñita con los ojos en blanco y el rostro pálido, con un cetro forrado de papel metálico y una corona de flores. Al reverso del retrato se leía: Niña Margarita, 4 meses, 1939, E.P.D.

Hasta esa noche, Adela comprendió cuál había sido el tesoro guardado durante más de cincuenta años: la única fotografía de la hija muerta, por la impotencia y la pobreza. Y aunque en más de una ocasión le escuchó a la anciana platicar lo sucedido aquella tarde de 1939, esas veces entendió muy poco. Pero ahora, dos meses después del sepelio de la abuela, con el compendio de la historia familiar entre sus manos, se fue adentrando en la razón de los murmullos de los rezos, de los salve y los padrenuestros que oía por las noches. De plegarias y visitas al panteón y de las misas cada noviembre; rituales en honor a la memoria de Margarita.

Se percató de algo: no le preocupaba tanto la abuela como los recuerdos que esta dejara, ¿quién volvería a mortificarse por llevarle flores a la niña Margarita? ¿Quién atendería, de buena gana, la tumba? Nadie más supo ese dolor, el mismo que le robó las esperanzas a doña Inés cuando pagó al taxista para que la llevara de su pueblo hasta donde un médico pudiera extender un certificado. Nadie sentiría qué fue arrullar a un cadáver y decirle a todos que la llevaba muy enfermita, casi para morirse. Ninguno iba, jamás, a cuestionarse; porque todos los hijos vivos de la abuela vieron crecer a sus hijos.

Lo de Margarita fue una historia callada, una de esas anécdotas de las que se prefiere no decir mucho. En las reuniones familiares siempre fue más ameno escuchar de los cristeros, de los novios rechazados y los treinta golpes de regla que el profesor Maurilio propinó a la abuela.

Tal vez la omisión no era intencional, probablemente el motivo era el desconocimiento hacia Margarita y por tanto, ninguno tendría la intención de plagar su memoria con muertos ajenos a su realidad.

Pero tras el deceso de la abuela, los vivos estaban sumidos en las consciencias que deja la muerte. Se comían una repetición de las recetas y sólo atinaban a llenarse la boca con un: “diría mi mamá...”. Sin embargo, durante el tiempo transcurrido no les escuchó ningún: “de esto se acordaba”. Y nadie echaría de menos a la pequeña Margarita.