Conforme los descubrimientos de la medicina se implementaban en la vida cotidiana, aumentó la esperanza para que el hombre y la mujer con recursos económicos extendieran, un poco más, su estancia en la tierra. Como en toda ciencia aplicada, los fármacos primero fueron probados con seres humanos que ya nada tenían qué perder (a no ser de ganarle horas a la muerte) y cuando la eficacia fue indiscutible, entonces el noble ejercicio de procurar y mantener la salud del prójimo pasó a la categoría de: negocios redondos.
La guerra de noticias que hace muy poco enfrentaron las dos televisoras más grandes de México contra la industria farmacéutica, puso de relieve la podredumbre que se exhibe en la vitrina de los horrores nacionales. En un país donde la mayoría de su población está desvalida ante la contingencia de la enfermedad —pese a los “seguros universales”— la venta de medicamentos es un gran negocio para los poquísimos laboratorios que los fabrican y que se encargan de su distribución. La rebatinga de las televisoras en contra de las farmacéuticas tuvo razón de ser hasta que se conoció el fondo de la olla: los comerciantes de medicamentos querían entrarle al negocio de la televisión. Una cosa era que el “doctor Simi” compre su tiempo aire y otra que un grupo empresarial ose con hacer la competencia a Televisa y Azteca.
De la noche a la mañana, en los telenoticieros de las dos cadenas se comenzaron a ofrecer las coberturas que mostraban a la audiencia mexicana lo despiadados que son los laboratorios nacionales. Los directores y ejecutivos de las dos cadenas actuaron con la habilidad necesaria para encender la punta de la mecha, porque no mostraron a ancianos enfermos —en una cultura tan utilitaria como la nuestra, las personas de la tercera edad que no producen dinero, comienzan a estorbar en las familias— sino a jóvenes. Promesas nacionales que en lugar de abrir su propia empresa como limpiaparabrisas, o emplearse en las filas del narcotráfico o largarse a los Estados Unidos, estaban tendidos en un catre, sin otra esperanza que aguardar la visita de la señora muerte. Los culpables eran aquellos que controlan el negocio de las medicinas; por su culpa, lo cual es cierto, cualquiera que no tenga dinero para enfrentar una enfermedad grave, se muere.
Esa denominada cruzada por los desvalidos, fue en realidad una pantomima a favor de los privilegiados. Pero estas situaciones no tienen mucha novedad. El filme mexicano “María Candelaria” (ese drama rural dirigido por el “Indio” Fernández hacia 1943) muestra que el personaje Loreanzo Rafael, debe “asaltar” el tendajón donde se venden las medicinas que pueden salvar la vida de su amada. Años más tarde, otro filme incide en el tema, pero esta vez a favor de las más o menos recientes creadas instituciones de seguridad social, “El señor doctor” (un sociodrama al puro estilo de Mario Moreno “Cantinflas”, filmado en 1965); allí, un médico renuncia a la posibilidad de hacerse rico con tal de ayudar a los más pobres.
Por supuesto que el temor fundado en la idea de morir enfermo, invade siempre nuestro imaginario. Enfermedad es proximidad de agonía, de sufrimiento, desvalimiento. Y cuando los remedios de las abuelas dejaron de surtir efecto, porque los grandes laboratorios comenzaron a inocular las ideas de que un sobre con bicarbonato con sabor a lima es cien veces mejor que una infusión de flores de manzanilla… cuando las farmacias comenzaron a exponer medicamentos de autoservicio y que no requerían prescripción médica, a todos, que tememos a morir enfermos, se nos contagió algo de médicos. Por ejemplo, en las temporadas invernales, la mayoría de los mexicanos somos especiales en la sección de antigripales de la droguería más cercana y por si fuera, preguntamos a los empleados qué nos sugieren, como si ellos fueran los químicos responsables del establecimiento, cuando de medicamentos saben lo que usted y yo. Pero estamos en las garras de la publicidad, de los laboratorios y de la suerte.