miércoles, abril 11, 2007

López de Santa Anna: visible por excelencia


En 1829, México tenía apenas ocho escasos años de no ser considerado como “Nueva España”, pues su independencia se había consumado en 1821 y no en la fecha del arranque patrio a favor de la Metrópoli, cuando el mito achaca la leyenda del “grito de Dolores” a Miguel Hidalgo. Pero fue casi para comenzar la tercera década del siglo XIX cuando en Tampico desembarcaron las fuerzas expedicionarias de Isidro Barradas, con el fin de iniciar la reconquista española. Pero aquel atentado se detuvo, pues...

Un joven militar nacido en la villa de Jalapa, ambicioso y locuaz, evitó la acción militar con muy pocos tiros de por medio, pero dotado de muchos kilómetros de lengua, no dudo en colgarse la medalla como el héroe de Tampico y vaya, prácticamente, un salvador de la patria. Ese militar contaba con 35 años cuando ya el Congreso del Estado de Veracruz, meses antes (y entonces por levantarse en contra de Vicente Guerrero) le confirió el título de “Benemérito del Estado” y en una ceremonia sólo común para un dictadorzuelo de rancho, le autorizó distribuir a cada miembro de su tropa una cinta azul que llevaba impreso el rótulo: “El Estado de Veracruz, al patriotismo acreditado”.

Antonio López de Santa Anna había nacido en la villa de Jalapa en el año del señor de 1794. Criollo y acomodado, comprendió que para escalar en el rango social era necesario ingresar al ejército y aprovechar su posición económica para convertirse en la posibilidad que tenían los hombres que ejercían fuerza, atractivo e influencia en sus regiones: un caudillo. Pero este fenómeno no fue exclusivamente mexicano, para ello hay que atisbar en que el vacío del poder metropolitano sucede a partir de 1808, cuando la deposición del rey Borbón en el trono de España conduce a una crisis política y social. En las regiones americanas, además de la crisis, existe el resentimiento por 50 años de “reformas borbónicas” —que pretendieron tazar nuevos impuestos, además de aumentar la burocracia peninsular en la administración virreinal— y ante la ausencia del rey, hay líderes locales. Para entonces la idea de gobierno aún no descansa en las instituciones, aún más corruptas de las que conocemos hoy, sino que la fe se deposita en los individuos. Por último, las colonias latinoamericanas llevaban años en guerras civiles y el pueblo estaba muy hecho a la presencia de militares. Un caldo de cultivo para los caudillos de entonces.

A diferencia de las clases acomodadas, los militares sí conviven con el pueblo, que se les convierte en una herramienta eficaz para controlar a sus aristocracias locales. Sólo se trataba de arengar al populacho para que éste se echara a las calles y los caudillos (rancheros y hacendados metidos a militares) también aprovechaban a sus peones y campesinos para conformar el grueso de sus ejércitos. Por eso el caudillo surge en momentos de crisis, no se trata de un gobernante permanente y Antonio López de Santa Anna, aunque fue electo por once ocasiones, como presidente de México, no ejerció el poder como tal durante once veces y el periodo de su dictadura, cuando se adjudica el título de “Su Alteza Serenísima” abarca los años 1853 a 1855.

Se trata de un personaje contradictorio, lleno de soberbia y dotado de un camaleonismo apabullante. Del 4 al 5 de diciembre de 1838, mientras los franceses cañonean el puerto de Veracruz, cuando la famosa “Guerra de los pasteles”, recibe una herida en la pierna, que debe ser amputada. La pierna se traslada con honras fúnebres hasta la ciudad de México, donde, con toda pompa, recibe una misa y es enterrada, con honores militares, en el ya desaparecido panteón de santa Paula. ¿Un extravagante que se mandó a escribir poemas, a que el himno nacional tuviera una estrofa dedicada a él? Sí, un hombre demasiado loco, pero como pregunta el historiador González Pedrero: “¿Y dónde estaban todos los demás? ¿Por qué no se lo impidieron?”

Pero como sea, mientras su acción política fue vigente, de 1821 a 1855, en la villa de Jalapa, le celebraban todas las victorias (más chiripazos que otra cosa) y como por arte de magia, se omitían las estruendosas derrotas. Para este artículo me basé en el ensayo de Will Fowler, investigador de University of St Andrews.