miércoles, mayo 16, 2007

Educarse en el arte

Escultura: Javier Marín

Desde Platón, la preocupación constante ha girado en torno a la eficacia o los intentos del Estado para formar ciudadanos competentes que respondieran a las exigencias de su grupo. La propuesta gestada hace poco más de dos mil quinientos años centraba su acción en determinar, a través de pruebas, cuáles ciudadanos serían los más indicados para ocupar los cargos que precisaba la Polis. Labriegos, artesanos, soldados, administradores y gobernantes ocupaban la jerarquía platónica.

Por su parte, el arte merecía una especial atención en la etapa formativa de la niñez a la adolescencia. Música y gimnasia formaban, para el pensador griego, dos ejes preponderantes. Alcanzar la virtud era llegar al terreno de una virilidad excelente, entendida no como el signo cristiano de pureza sino el sentido griego de fuerza, de perfección. Por su parte, la gimnasia lograría un cuerpo sano y la música una mente capaz de aceptar la ley de los equilibrios.

Más tarde, Aristóteles reconvendría en que música y gimnasia eran necesarias pero no únicas. Apuntaba de los cuidados que habrían de observarse, pues un cuerpo demasiado esculpido y una mente débil podrían llegar a los extremos. La música, por ejemplo, suavizaba el alma y contagiaba de tal manera que el ser perdía su individualidad al entregarse a ese éxtasis provocado por las melodías. Y claro, para él, el papel de educar consistía, creo yo, en perseguir un fin: distinguirse, aunque al campo artístico lo delegara a la mera imitación.

Vendría Alejandro Magno y el mundo heleno, los romanos y tras ellos los bárbaros y la desintegración imperial y de ahí los patrísticos hasta los escolásticos. Son demasiados acontecimientos, pero al caso viene a buen guiso ahorrar enunciaciones de la historia social y del arte. El periodo de mucha luz pero demasiada dureza, conocido como el medievo, traería otras consecuencias circunstanciales para el acto educativo. Mas la finalidad del arte quizá nunca extravió la persecución de hallar entre el caos un orden más sugerente que real. Y de aquí la naciente burguesía del Quattrocento gesta una visión distinta al tomar las producciones artísticas como parte de la validación de su ideología, un signo traducible como quien más encarga equivale a poder, adquisitivo y político.

Esto podríamos sintetizarlo bajo una forma: el artista produce para agradar a una sociedad o a un patrón determinados en el sentido que su entorno equivale al mundo de sí mismo, a su bagaje cultural. Evidentemente los caminos de su arte recorren manías, filias y fobias, pero la trascendencia sólo está en manos de la eternidad, lo que no puede ser más que el gusto de un público que se propone a perpetuar determinada creación, manifestación o escuela.
Ahora, si el producto vendría a esquematizarse dentro del agrado es cierto que también sirve para educar. Entendido, obviamente, como la mera transformación de actitudes. Recuerdo, para ejemplificar, las reproducciones de las bóvedas románicas: cielos, eternidades que representan el camino de la vida hacia la inmortalidad.

Más concretamente (y adaptado a nuestra realidad mexicana), el interior barroco del templo de Santo Domingo de Guzmán, en Oaxaca. Aquí me detendré en cierta observación: la primera bóveda reproduce la genealogía de los dominicos y aquel portentoso árbol de yeso y madera entrelaza a los frailes de la orden con la virgen María, de cuya maternidad emanan los varones. Llego a la concreción: ¿para quién se hizo? ¿cuál era la finalidad de mostrarse a los ojos de los indios como los hijos más directos de la madre del salvador?Conviene recalcar un hecho: el arte también es un medio adoctrinante, formativo, que obedece a los valores de una época y trata de conservar el orden imperante; a la vez que influye en la construcción y el acuerdo por refrendar uno nuevo.