martes, mayo 29, 2007

El siguiente mundo de la historia


Existen dos tipos de historiadores: los convencionales y los intrépidos. Los convencionales son aquellos de buena memoria y libro en mano, los que jamás equivocarían una fecha porque un descuido memorístico arruinaría la concepción del hombre como tal, desde que sólo gruñía y chupaba la sangre de la carne fresca, recién cazada y no le importaba si tenía las uñas mugrosas; hasta el hombre civilizado y pensante que hace la guerra sólo para el beneficio de los demás. El “convencional” va a relatar la lotería a la que han jugado todos los imperios conocidos: guerra a un enemigo, triunfo, consolidación de su poderío frente a otros pueblos, esplendor, corrupción y decadencia.

El historiador intrépido se aventura a romper esas reglas, que más parecen de la física aplicada que de la naturaleza propia del ser humano. Reconocerá que sí, que todos los imperios han pasado por sus siglos o décadas de fama, pero no adjudicará la decadencia a un solo factor, porque aunque iguales, el proceso que lleva al final de los imperios describe siempre una historia de conflictos tan apasionantes como los narrados en no pocos libros del Antiguo Testamento. ¿Cuál fue el paso para el debilitamiento del imperio británico y el creciente poderío del estadounidense? ¿Cómo es que el ejército de la Francia del siglo XIX dejó de infundir miedo para causar el pitorreo de sus adversarios? Y si en un ejercicio de geografía histórica pasáramos las hojas de los mapas, de atrás para adelante, el poder y la gloria son igual de caprichosos que la fortuna: mudan de sitio, enriquecen ciudades y derrocan a los reyes.

Un historiador cuidadoso de las formas, dirá que sí, que si bien no todo tiene por qué ocurrir igual, uno debe atenerse a las fechas y al sitio en que se registró tal o cual suceso. Porque en sí, la Historia es un bello relato —a veces muy aburrido— que sólo trata dos tópicos verdaderos o por lo menos, sujetos a comprobación: el espacio y el tiempo; el resto sólo es literatura (descripción de ambientes, suposición del temperamento de los grandes personajes, cálculos para deducir los sistemas económicos que daban movilidad a una sociedad, etcétera). Y la literatura es parte de las épocas, está sujeta al gusto del lector que la consume y si hace ciento cincuenta años los lectores se maravillaron de la atentísima descripción que Flaubert hizo sobre el mundo exterior y el interior de Madame Bovary; hoy, la costumbre es ser rápido y evitar rodeos.

En la actualidad así se cuenta la historia, de forma rápida, vertiginosa. Importa enterarse pero con la inversión del menor esfuerzo y entonces cualquier apurado se atiene más a una brevísima ojeada a la “Wilkipedia” que a una lectura atenta del artículo que ofrece la enciclopedia impresa, la que por soporte físico el papel y la tinta. De esa forma, la historia se divulga, pero no se comprende. Una cosa es tener la cultura general que en algún recoveco de la memoria ha guardado las fechas claves de una historia nacional y otra darse el tiempo para tratar de colorear a ese dato que apunta hacia un tiempo y un espacio, de una literatura, hecha para que un relato sea más humano, más posible de creer que en verdad ha ocurrido.

Nuestra memoria puede guardar los datos históricos más disparatados y quizá innecesarios. ¿A quién le sirve aprenderse, sólo por pasar el rato, el nombre de todos los reyes visigodos o el de las embarcaciones españolas que participaron en la batalla de Trafalgar, o el de todos los presidentes de México? Pero nuestra conciencia es de corto alcance y esa le pertenece al mundo que le rodea, al verdadero, en el que lloramos, reímos, sentimos, influimos… Yo puedo registrar con mayor facilidad los fatales acontecimientos de la caída de Tenochtitlán, cuya derrota se registra el 13 de agosto de 1521, que las guerras ocurridas en este mundo, digamos, de 1980 a la fecha. ¿Memoria o conciencia?