Si usted es un atento usuario de los correos electrónicos, si pasa buena parte del día frente a la computadora y otros cacharros similares, con toda seguridad ya la llegó un mensaje donde lo invitan a que el jueves diecisiete de mayo apague su teléfono celular. La medida es tan razonable como todo la zona “razonable” que tienen estas cadenas y claro, también las desventajas. La parte de lógica es que los textos son argumentos bien hilados y la propuesta es convencer, pero lo negativo es que tras leer, uno, como mexicano ejemplar, dice: ¿y si el día fulano soy el único imbécil que de verdad intenta salvar al planeta y a la hora de la verdad todos siguen igual de contentos, desmadrando lo que queda?
En esta ocasión se trata, según dice el tema del correo, de la: Huelga nacional para la reducción de tarifas de teléfonos celulares en México. Un título extenso, pero que logra su efecto tras leer que en otros países los usuarios han presionado a las compañías prestadoras del servicio de telefonía móvil y con ello, lograron que las tarifas bajaran significativamente. Si nos hubieran escrito que sucedió en Tamaulipas, el resto de los mexicanos diríamos: “Es que allá son más cabrones” y todos tan contentos, pero como ya sonó el cascabel de las extrangias entonces queda en el aire, al menos, el regusto de la duda: y si de verdad apagamos los teléfonos y dejamos de engordar las arcas de Iusacell, Unefón, Telcel, Pegaso. Pero como buenos herederos de Cortés y la Malinche, también nos preguntamos: ¿y si la campaña la está promoviendo Nextel?
Conozco personas que ya no pueden imaginar su existencia sin la necedad de los cacharros de las posmodernidad. Hace dos años, una agencia alemana notificaba que unos recién casados tuvieron que acudir al psicólogo porque, aunque estuvieran próximos, la mejor forma que tenían para comunicarse era mediante el envío de mensajes vía pantalla de su teléfono celular. El cable no indicaba cómo se las arreglaban para disfrutar de su intimidad, pero esta soledad que comunica se extiende cada vez con mayor presteza y si antes bastaba con “echar un grito”, ahora nos damos por bien servidos con ejercitar el dedo pulgar y al ruidito del tun-tun que hacen las teclas, decir al otro que también existimos.
La proliferación de equipos de telefonía portátil y la variedad de ofertas, que los hace cada más accesibles, han permitido acortar las distancias y en casos, se trata de herramientas que aportan tranquilidad al interior de las familias. En un país donde los secuestros, reales y ficticios, son parte del operativo del crimen organizado, dotar de un teléfono a cada miembro de la familia, para saber dónde está o para que sea localizado o pueda realizar una llamada de emergencia, requiere también sus dosis de inversión y mantenimiento y su fuerte inyección de paranoia. La inseguridad nos hace vivir en la permanente duda y una palabra que era poco usada en nuestro español de México, el “cuídate”, ha venido a desplazar a aquellas expresiones que usábamos a manera de despedida: “adiós”, “que estés bien”, “saludos a la familia”, “te lo lavas”, “te llamo y nos tomamos un café”.
¿Qué tiene que ver el miedo producido por la inseguridad social con “la huelga de teléfonos celulares”? Lo respondo así. Hace unas semanas encargué a mis alumnos la lectura de una noveleta —y plan con maña, la compra del libro, pues deben tratar de comprar los libros, no de fotocopiarlos— y cuando les comenté el precio, 112 pesos, ellos protestaron. Entonces les comenté que usaran menos sus teléfonos (todos llevan uno: bien al cinto, colgado del cuello o en la bolsa del pantalón) y que de no invertir en una tarjeta de abono, tendrían una joya de Thomas Mann en su librero. Una me preguntó: “¿Y si me roban en un costal, y por comprar el libro no traigo saldo?”