Foto: Pamela Albarracín
Mi abuelo fue tendero, prácticamente toda su vida. Y mucho antes de que Vicente Fox propagara en la vox populi el término de “changarro”, aquella se trataba de una palabra más o menos común entre los viejos comerciantes que, a pesar de todos sus esfuerzos, no llegaban a fraguar grandes negocios que, obviamente, se traducirían en grandes fortunas. Ser “changarrero” equivalía más o menos a tener la tienda surtida, pero las bodegas siempre en cuestión de ya veremos. Aunque no por ello se trataba de una especie de hombres resignados al sacrificio; con todo lo disciplinados que eran también se daban sus mañas para hacer que diez kilos de granos rindieran uno extra; es decir, sabían vender kilos de a novecientos gramos y hacer que una lata de chiles, que llevaba tres años en el aparador, saliera a la venta cuando algún incauto pedía la de “etiqueta más nueva”.
Yo no digo que mi abuelo fuera un pillo. Era, salvando las distancias, un hombre firme y honrado, pero hasta donde sus negocios se lo permitían; lo único que le separaba de cualquier banquero era el manejo de cifras. Pero lo que jamás hizo, a menos que su discreción se hubiera quebrantado, fue “vender a fiado”. Si no estaba dispuesto a perder un centavo en cualquier operación inmediata, menos lo estaría en “invertir” una moneda que sabrá dios cuándo la volvería a ver. Pero mi abuelo se quedó ciego antes de ver el declive de los negocios “changarreros”, que a todos se los llevó el diablo porque no les quedó otro remedio que empezar a fiar, primero a su clientela más selecta del barrio y posteriormente, a quien les prometiera que irían a pagar en cuanto les llegara el primer dinerillo extra. A los pequeños negociantes bien pudo aplicárseles la frase aquella de: lo fiado, es pariente de lo regalado. ¿Pero sucedió igual con la banca mexicana?
Hagamos cifras, sin fracciones ni cálculos porcentuales. México tiene una población aproximada de ciento diez millones de personas; de las cuales, unos 60 viven en pobreza o para ser más concretos, su ingreso (población económicamente activa) es menor a unos 270 dólares mensuales, y en la mayoría de los casos, este salario se distribuye entre cuatro o más integrantes por familia. El resto, cincuenta millones de mexicanos, pero su población económicamente activa, percibe arriba de los 300 dólares mensuales. Para el año 2005, se calculaba que en nuestro país, el sistema crediticio bancario había expedido unos diez millones de tarjetas de crédito y tan sólo en un año, para finalizar el 2006, el Banco de México reportó la existencia de 20.2 millones de tarjetas. Concluyo el párrafo “duro”. El sistema de adquisición de bienes y servicios a través de las tarjetas de crédito, aumentó al doble en tan solo un año; pero no se registró algún incremento salarial o tampoco disminuyó el número de pobres.
Para que un banco expida un plástico con que el su poseedor ejercerá un sistema de crédito, es necesario demostrar un ingreso mínimo de los 300 dólares mensuales. Para que se aprovechen los beneficios de la tarjeta de crédito hay que verlo con dos posturas: 1)Emplearla como una herramienta que sustituye el manejo del dinero “líquido” inmediato o bien 2)Usarla para adquirir bienes o servicios que, por su alto costo, no se pueden hacer con “pago efectivo” en una sola emisión. Los analistas financieros dicen que las dos opciones son eficaces siempre y cuando el contratador del servicio cumpla con sus pagos. Pero, ¿la mayoría de los mexicanos, que usamos el espejismo del plástico con el que se puede adquirir sólo hasta donde el límite del crédito lo permite, la usamos para comprar y pagar el monto total en unos cuantos días? ¿Los mexicanos, nos contentamos con una sola tarjeta, cuando hasta en el supermercado más sencillo, hay empleados bancarios que ofrecen el trámite, gratis y sin trámites, de las tarjetas que uno guste y ordene?
México es todavía un país rico, aunque con demasiados pobres y una clase emergente cada vez más asfixiada; pero antes de que temiéramos a la Gorgona que en lugar de serpientes, tiene “voucher” por cabellos, sólo nos escondíamos del changarrero cascarrabias a quien debíamos cinco latas de sardina, dos kilos de azúcar y uno de frijol.