Foto: Isa
Suman poco más de quinientas las entregas del Punto final y en ese periodo —de 2003 a la fecha— han sido escasos y breves los comentarios escritos por parte del lector. No es queja sino agradecimiento, pues significa que un porcentaje de los artículos ha tenido efecto entre las personas que amablemente restan minutos a su día para redactar su opinión a quien esto escribe. Salvo que siempre “contesto” vía correo electrónico a quienes me escriben (lo cual no es una dádiva sino mi obligación), nunca había empleado este espacio para desahogar inquietudes suscitadas entre los lectores. Pero esta vez, a raíz de la entrega aparecida el lunes 3 de junio, “Derecho a desmadrar La joyita”, creo pertinente dar una vuelta más a la cuerda de ese reloj.
Las personas que siguen el hilo de mi trabajo periodístico y literario notarán que la mayoría de la producción está impregnada de humor negro e ironía; pero es cierto, del discurso hablado al escrito, hay detalles que se escapan de la mano. Cuando imparto clase, por las reacciones de mis alumnos, me percato de la respuesta que tienen mis mensajes; controlar un texto es, definitivamente, una labor imposible. Los textos son como la descendencia, uno quisiera vigilarla siempre, pero también son como la afeitada perfecta: siempre quedan dos malditos pelos que no alcanzó la maquinilla. Y ya, que no se trata de redactar mi “ars poética” ni una autoentrevista sobre mis métodos de escritura.
El asunto de La joyita es algo muy serio. Y no “es serio” porque uno toque los intereses de una de las familias que se creen poseedoras del entorno de una ciudad a la que a veces piensan como su feudo. Es grave porque se trata del entorno de todos nosotros, del presente y del futuro. Y si por las buenas no están dispuestos, de alguna manera hay que hacerles comprender (porque sí lo entienden, la riqueza no es sinónimo de estupidez… en la mayoría de los casos) que si ellos destruyen lo natural para edificar lo artificial, nos está llevando la chingada a todos. No es un cuento de treinta hectáreas, es una ciudadanía que tiene derecho a la dignidad de la vida que, implica un crecimiento y mejora en sus bienes y servicios, sí, pero también un absoluto respeto a preservar el medio ambiente, aunque sea propiedad privada.
Mire usted, que lee. Yo no sé de biología, de química, de impacto ambiental, de uso de suelos, de paisajes urbanos… pero sí entiendo que algo anda mal cuando la palabra “progreso” se convierte en máscara o escudo, sea para defenderse de la voz popular o para esconder un gesto de cinismo. Pero también lea usted, Antonio López de Santa Anna, como militar, estratega y político fue un hijo de puta, no lo cuestiono. Caben las preguntas: ¿y a poco estaba solo? ¿Dónde estaban los demás? ¿Entonces le damos razón a Enrique Krauze cuando lo tildó como “el seductor de la patria”? Yo conocí y traté a un barbaján que cuando debía enfrentarse a algo que se le dificultaba y tenía personas enfrente, decía: “A ver, ¿soy chingón o estoy rodeado de pendejos?”
Terminaré la entrega con una anécdota. El centro de convenciones y teatro de la ciudad de Coatzacoalcos son un milagro de la arquitectura, es un lugar bellísimo. Se pagó con nuestro dinero, cierto. En más teoría y menos práctica, es nuestro; pero esa aparente razón no nos da derecho a maltratar el mobiliario o a usar los baños y no pisar el pedal que acciona el sistema de desagüe. Hace unos días asistí a un acto cultural allí y me llamó la atención que antes de iniciarse el numerito, una voz decía a los asistentes: “Muestre su cultura, si necesita dar mamila a sus pequeños, hágalo por favor en el vestíbulo del teatro”.
Dos días más tarde, el azar hizo lo suyo y presencié un espectáculo dancístico junto a una chica que al intermedio y la charla se identificó como una de las trabajadoras en ese teatro. Le pregunté sobre la expresa prohibición de “dar mamilas” y me dijo: “Es que hay personas que traen a sus hijos y en el intermedio, ordenan a las nanas que les cambien el pañal, aquí, sobre las butacas”. Ver para creer. Ella me comentó que seguramente iba a causarme sorpresa, porque yo venía de la ciudad más culta de estado de Veracruz y entonces recordé La joyita y las cáscaras de pistaches que según los limpiadores, encuentran en los pasillos del Teatro del Estado, siempre tras una obra que representan los artistas del momento. Donde sea se cuecen habas.