Foto: Antona
Ayer escribía que en las familias hay de todo y ahora que lo recuerdo, yo tenía un pariente fayuquero que se echaba sus viajes hasta la frontera sur de Estados Unidos (que, fíjense nada más lo que son las geografías, colinda con la frontera norte de México) y traía, hasta la ciudad donde se eleva el quinto cerro de la Altiplanicie mexicana, desde cigarros gringos, juguetes, unos malditos dulces sabor cereza que se derretían en la boca, perfumes, foquitos para adornar los árboles de Navidad, trapos —entre ellos una chamarra con forros interiores de pluma de ganso— y otros artículos tan costosos e innecesarios.
Pero como en México siempre hemos pensado que todo lo que sea manufacturado afuera, es mejor (a veces sí, por el sonsonete del control de calidad, pero no es regla de oro), de los años 70 hasta los últimos de la década de los 80, había una palabrita que en labios de los que deseaban ser modernos, pero que no tenía dinero para ir a comprar chucherías y tiliches a los Estados Unidos, pues sonaba a música de niños que cantan a Bach: “Fayuca”. Y miren lo que son las cosas, ahora que encuentro el significado en el diccionario de la Academia Española —la asociación más “cuquis” para aceptar una palabra— indica un término más real: “1. f. Méx, contrabando (introducción de géneros sin pagar los derechos de aduana)”. Claro, hasta los malditos y deliciosos dulces formaban parte del contrabando.
A los que vendían esa “fayuca” se les denominaba “fayuqueros” y seguido, en las noticias de la empresa Televisa —los que no teníamos antena parabólica carecíamos de opciones— se vociferaba: “Golpe a los fayuqueros, anoche se decomisó un cargamento destinado a Tepito”. Tepito, uno de los barrios más antiguos y populares del centro de la ciudad de México, era el ombligo de la distribución del contrabando, al menos para la zona centro del país. Barrio bravo y cuna de boxeadores que llegaron a la fama internacional, los capitalinos y los provincianos sabíamos que allí se conseguía, con dinero en mano y buen colmillo: todos los artículos que venían del extranjero. Pero como el precio era bajo porque se trataba de contrabando, la garantía era la voz del vendedor, pues que instructivo con su sección escrita en español (para lo que sirven) o la regla NOM-1, que ahora se aplica a los artículos de importación.
Los provincianos que deseaban iniciar un negocio fructífero y sin trámites, pues ahorraban o se endeudaban y partían a la ciudad de México, al barrio de Tepito. Regresaban a sus lugares de origen como aboneros, con los últimos alaridos de las modas extranjeras: jabones “Dove”, aceite de Oliva puro español, extracto o bolsitas con granulados de gin-sen, güisquis, cremas faciales, reproductoras de audio y las primeras de video (en ese tiempo, formato Beta), televisiones, radios, perfumes y nunca faltaron los atrevidos y retadores a la moralina del interior republicano con la venta de: revistas y películas pornográficas, juguetillos para romper el tedio en la práctica del sexo, pero que si se les compara con los que expenden en las actualizadas “sex-shop”, se trataban de verdaderas minucias. En fin, como ya se sabe, cuando más demanda había era a fin de año.
Y justo por septiembre y octubre, los noticieros informaban de los certeros golpes que las autoridades daban a la “fayuca”. Y entonces, muy en el fondo, pensábamos: “¿Qué será de una Navidad sin televisión nueva?”. Lo cierto era que aumentaba la incertidumbre, la especulación. Los artículos serían más caros porque era más difícil conseguirlos. Y como se hablaba a media voz. Recuerdo que un enero, mi madre sólo nos tenía en ascuas, el maldito trailer que traía a los muñecos de última moda, había sido incautado en la carretera de no sabíamos dónde. Una comadre le había dicho que una conocida le juró que a Xalapa llegarían sólo cincuenta monos de esos. Creo que mi madre pagó un dineral y a fin de cuentas, no eran los que nosotros queríamos pero seguro que todos los chamaquitos bobos de entonces nos pensábamos únicos y agraciados por ser uno de esos 50, que seguramente fueron como mil… pero así funcionaba el asunto.
Se trataba de contrabando, era negocio de mafias y de los políticos que se hacían la vista gorda. No recuerdo si la fayuca era de tan buena calidad como se prometía, pero a diferencia de los productos piratas, su venta en plena calle y fuera del mitificado barrio de Tepito no fue sino hasta que comenzaba a dejar de ser negocio. Pero que yo recuerde, mi pariente ni se hizo rico, creo que todo lo fiaba el muy buey.