miércoles, junio 13, 2007

Pedacería de infancia o la ternura de ser niño


Una nota del periódico Reforma de ayer, firmada por Daniela Rea, empleó esta frase para cerrar. “Actualmente, 2 de cada 3 niños que trabajan no reciben un salario por ello.”

Un académico de primer nivel —porque también los hay de quinto patio— que conminaba a sus alumnos al estudio, platicaba en una de sus clases cómo es que se convirtió, primero en lector asiduo y con el tiempo, en intelectual. Resulta que nació en un rancho y como en sitios así lo que sobra es el trabajo, él descubrió que un día, por matar el tiempo, se le ocurrió abrir uno de los libros que usaba en la escuela. Los otros hermanos se preparaban a contribuir en la empresa familiar y antes de salir a cumplir sus obligaciones acusaron al que hacía de “lector despistado”. “Déjenlo que está estudiando” dijo la madre del ahora académico y entonces mi amigo, cual navegante Colón, descubrió su dulce nuevo mundo: estudiar para eludir el trabajo físico.

Si lo que este conocido platicaba a sus pupilos era cierto o inventado, la moraleja tiene su razón de ser pero sólo en el mundo académico: ¿quieres evitarte molestias y cansancios? Estudia. Pero este chabacano relato no puede trasladarse a los sitios donde un miembro de la familia significa un trabajador más en el plantío, en el pastoreo, en la pesca o incluso en la tienda de barrio o en la bodega; mientras el cuerpo aguante, esa persona será vista como un sujeto dotado de una fuerza que produce trabajo, que se transforma en un bien. Y el trabajo infantil es uno de los recursos más variados y más económicos.

Pensémoslo así. Una cosa es educar a los hijos para que contribuyan con las labores de la vivienda y otra es ponerlos a trabajar con la finalidad de que ganen un sueldo o un dinero que servirá para el sostenimiento de la familia. Y para incordiar, el lector puede abrir una pregunta: ¿Qué sucede entonces con los niños actores que son famosos y no filman precisamente por diversión? ¿Y los niños que hacen comerciales? Claro, pueden ganar más dinero que los padres (casos se han visto) y mantener a una legión; pero no hay un punto de comparación con los pequeños que cargan bultos de hasta tres veces su peso corporal.

En las zonas cafetaleras de Latinoamérica, ¿quién cree usted que hace la mayor parte de la recolección de la cereza? Los niños y las mujeres. Y aquellos niños, en las temporadas del corte, no asisten a la escuela porque de hacerlo, su familia perdería un dinero que es necesario para sobrevivir o malvivir el resto del año. A diferencia de los mimosos y malcriados a quienes los padres o los familiares cercanos pagan por sacar la basura, bañar a los perros, hacer mandados a la tienda de la esquina o arreglar los jardines; los niños cafetaleros no tienen decisión sobre el dinero que tanto esfuerzo les ha costado ganar, ellos no se acicalan para largarse a la plaza comercial a comprarse el video juego de moda.

¿Y qué me dice de los chicos que por la mañana asisten a la escuela y por la tarde deben atender la tienda, o la panadería, o la mercería o lo que usted guste? ¿Cuántas veces un niño nos ha empacado la compra del supermercado? Ellos no ganan lo mismo que un adulto, pero el mundo adulto ve en ello un proceso de formación que hará de ellos personas de bien y responsables.

Kevin Richardson, representante de la Organización Internacional del Trabajo en México, declaró ayer: “El fenómeno no sólo se circunscribe al empleo remunerado, sino también al oculto que realizan niños y niñas en hogares, predios familiares, micro empresas, donde no hay una relación de trabajo asalariada, no hay un patrón y ninguna autoridad puede sancionar eso.”