miércoles, julio 04, 2007

La hoja en blanco


Escribir literatura en la actualidad nunca ha sido cuestión de encandilarse a crear historias, imprimirlas, enviarlas a un agente literario y vivir de los peculios familiares y aguardar un año o dos para recibir la noticia de que ya se puede pasar al banco más cercano para cobrar las regalías que, por la espera, han de rondar por los tantos mil dólares. Y menos suponer que en la espera, los trescientos libros recién leídos dan material para la siguiente novela y en adelante viviremos un círculo infinito y bendito hasta la muerte.

Escribir, me decían hace doce años mis profesores de literatura dramática, requería sólo de un par de buenas nalgas que soportaran estar aplastadas contra la silla al menos ocho horas al día, leyendo y unas tres horas, escribiendo.

Escribir debe considerarse una extravagancia de millonario —o de pobretón resignado— porque vivimos en un país en donde publicar consiste el lujo. Es lo de menos. La parafernalia estriba en hallar lectores que adquieran uno de los ejemplares en la librería, si es que la obra se distribuye en tiempo y forma. Y por supuesto que el aprendiz de faquir compite contra las bonitas ediciones de esoterismo, interpretación de los sueños, métodos para adelgazar en cinco días, consejos para evitar la eyaculación precoz, horóscopos hasta el año pinche mil, velas aromáticas, nombres para el bebé, tanatólogo en casa, manicurista privado y demás ofertas de lanzamiento que, por su demanda, se etiquetan con precios que hacen risible pagar una cajetilla de cigarros o un refresco de dos litros y medio.

Escribir y vivir de ello supone no trabajar una jornada como empleado de papelería o fotocopiadora, porque tras doce horas de lidiar con papeles lo que menos se antoja es adentrarse en la necedad de una historia que vaya a saberse si alguien se interesará en leerla. Y mejor resulta tumbarse en la cama, encender el televisor y olvidarse que la semana entrante vence el pago de servicio de cable, amén que no alcanza para el extra que costaría el adquirir paquetes de servicio porno.

Escribir implica asumirse como el ciudadano cero, desde el principio y así no caer en depresiones que devienen en onerosas cuentas al psiquiatra cuando al fin se entera uno de que el jurado perengano falló a favor de un consagrado. Así, cuando la suerte o justicia sonrían, pues habrá motivos para celebrar, gastar los cinco minutos de fama y tras la borrachera despertarse con la sana convicción de que no todo ha sido inútil.

Pero escribir literatura también es rendirle un irremediable amor a las letras del alfabeto, ese que la maestra de primaria nos hizo aprender a pie juntillas. Es descubrir, conforme lectura y experiencia avanzan que poco a poco adquirimos formas y mañas para explicar el mundo. Que desde los griegos y romanos clásicos, los de la Edad Media, el Renacimiento, el Siglo de Oro... que en toda sociedad, siempre han existido hombres y mujeres preocupados en evitar el olvido de los muchos para tal vez nutrir el conocimiento de los pocos. tantos y tantos muertos que hoy viven gracias a que recitamos sus versos o leemos sus prosas, que también ellos en su época, su momento, sintieron la inquietud de dejarlo todo, de estar hartos de estar hartos.