jueves, agosto 02, 2007

Ay “Guatemuz”, ¿dónde escondiste el tesoro?

De lo que no cuesta, lleno la cesta.
Refrán

(México novohispano 3/25)

Si el asedio a la ciudad de Tenochtitlan no la destruyó por completo, a partir de agosto de 1521 las paredes de las casas, los recovecos de los templos y las zonas de rincones sospechosos de los edificios públicos fueron revisados hasta la última partícula de polvo. Mientras que los mexicas recogían a sus muertos y lloraban su desgracia, los conquistadores estaban enloquecidos porque en la maldita ciudad no aparecía el tesoro, y es que no era cosa de imaginación ¿o sí? Y entre que quién fue el último que le dio lustre a tan buenas piezas de oro y entre que se empezaba a fundir el ya incautado, todos empezaban a sospechar del tipo con quien compartían la sopa. Unos caballeros, no está por demás escribirlo.

La situación que padece la ciudad la corroboramos con una canto fechado hacia 1528: En los caminos yacen dardos rotos,/ los cabellos están esparcidos./ Destechadas están las casas,/ enrojecidos tienen sus muros.// Gusanos pululan por las calles y plazas,/ y en las paredes están salpicados los sesos.. Y es verdad que entre los mexicas ya habían circulado los presagios de una destrucción inminente, por las noches se oían gritos de una mujer que se lamentaba: “Oh, hijos míos, ya nos perdemos”. Aparecieron monstruos, se incendiaron templos, oleaje inexplicable en la laguna y la aparición de un cometa que atemorizó de tal forma que los gritos de espanto se escucharon en toda la tierra.

Y los caballeros, ya tranquilos porque vencieron, pues comenzaron la administración de los bienes y a aclarar algunas dudas tan naturales como obvias. A ver soldado Julián, venga usted para acá donde su capitán general empieza a jugar al sabio Salomón y explíqueme por qué no se conformó con la india que le regalamos en Tabasco y ahora viene a decirme el señor Totocani que le anda usted metiendo mano a su señora y ya van tres lunas que no sangra. Ah, qué de chismes y quejas le llevaba el tal Cuauhtémoc al ocupado don Hernando y qué rajones estos mexicanos que ni aguantan nada. Pero como el ex emperador, apresado y todo, era tratado con la deferencia propia de la que había sido su investidura, pues tenía derecho a “picaporte” en los despachos del señor Cortés.

Pero como en las cuestiones donde no brilla el oro se terminan los amigos y los buenos tratos, pues al ritmo de ¿dónde quedó la bolita?, el tema, la obsesión y el anhelo fue encontrar el famoso tesoro. Dejemos que el soldado cronista, Bernal Díaz del Castillo explique: “…a todos aplacía cómo se recogió todo el oro… que se hobo en Méjico, y fue muy poco, según pareció, porque todo lo demás hobo fama que lo había echado Guatemuz en la laguna”. Y diga usted, Guatemuz, ¿dónde carajo echó usted el oro? Cortés trató de defenderlo, fueron los enviados del rey quienes mortificaron al antiguo monarca: durante cuatro días lo torturaron echándole aceite caliente en los pies, hasta que por fin cantó. Lo eché allí, en la laguna (y seguro que pensó: “Ahora chinguen a su madre”).

Y los conquistadores, que no eran muy amigos del agua, organizaron concursos de nado y zambullida prolongada. Cuenta Bernal: “adonde nos decían que había echado el oro Guatemuz entré yo y otros soldados a zabullidas”. Pero no encontraron nada. Y todos sospechaban que Cortés lo tenía escondido y por eso, en su casa de “Cuyuacán” (no estaba loco para habitar Tenochtitlan, donde mermaban las enfermedades y la pudrición) sobre las blancas paredes, todas las mañanas aparecían letreros escritos con carbón y el mensaje era siempre el mismo: Cortés, ¿dónde está el oro? (¿añadirían: ya suelta, pinche ratero?) Eran mensajes elegantes, hasta en verso, pero también no se escapaban de añadir majaderías.

Ni el oro ni el moro. Y todos endeudados porque ya contaban con unos fierros de más pero ese cabrón del Gautemuz nomás los tanteó, ¿o lo tiene Cortés y por eso defiende al tipo? Pero es que los precios suben y las necesidades son muchas. Vayamos a Bernal: “…un zurujano, que se llamaba maestre Juan, que curaba algunas malas heridas y se igualaba por la cura a excesivos precios”.

Como el oro jamás apareció, los señores conquistadores, nada tontos, pues revisaron los “libros” de rentas del difunto Moctezuma. Allí estaba la relación de todos los tributarios del imperio, de aquellos lejanos sitios a donde se iría a proseguir la conquista. El valle de México sólo daba tunas y magueyales; la riqueza estaba en otra parte. A la marcha, a expandir la Nueva España, en nombre del rey y hasta de Dios.