viernes, agosto 17, 2007

Ciudades que flotan o “revesar lo que has comido”

(México novohispano 12/25)

Su nombre fue Alejo Hernández, tenía doce años y su oficio no se trataba de hacer más cosas que las de avisar las tres horas del día en que se servían los alimentos, servirlos, recoger las sobras —si alguna quedaba— y luego atenderse. Sabemos de su nombre y que era originario del puerto de Cádiz, de estatura baja y con los ojos “pintados” porque su nombre y cargo, “paje”, está consignado como parte de la tripulación que atendía el Nuestra Señora del Pilar, un navío que se calcula pesaba unas trescientas toneladas y que partió junto con la flota que zarpaba hacia América. Era el año del Señor de 1631.

La aventura de enfilar al Nuevo Mundo no suponía únicamente la oportunidad de volverse rico. Era un desafío porque se trataba de… permitamos que un fraile, Tomás de la Torre nos lo cuente a través de un escrito fechado hacia 1545: “Primeramente el navío es un cárcel muy estrecha y muy fuerte de donde nadie puede huir aunque no lleve grillos ni cadenas y tan cruel que no hace diferencia entre los presos, igualmente los trata y estrecha a todos: es grande la estrechura y ahogamiento y calor, la cama es el suelo comúnmente”. Era visto que a los hombres de Dios se les daba aquello de escribir sobre las incomodidades que suponía la vida en alta mar y para quien sienta alguna atracción por el detalle, la precisión y lo nauseabundo de esas travesías, no encontrará mejor libro (que en realidad es muy breve) que el redactado por Fray Antonio de Guevara y cuyo título es El arte de marear.

Subir a esa “cárcel flotante”, sin embargo, no era tarea muy sencilla. Para ser parte de la tripulación había que contar con autorización de la Casa de Contratación de Sevilla, que era una especie de filtro que controlaba los negocios y la colonización de las Indias Occidentales. Por lo regular no se conseguían a los marinos con mayor experiencia y cuando la flota debía zarpar, no había de otra que aceptar lo que estuviera a la mano; se pagaba la mitad del sueldo y el resto cuando regresaran; la ventaja era que probablemente no se quedarían a hacer el Nuevo Mundo y si no naufragaban, entonces cobrarían. Con el tiempo, las tripulaciones se iban especializando y hubo quienes sintieron atracción por sortearse los dados con la muerte en cada viaje, para ellos el mar no era visto como la “amargura” de la época. Para echarse a la mar se necesitaba gente capaz de saber leer el cielo, conocer los vientos y apreciar el vaivén de las olas.

El pasajero común y primerizo, que también contaba con el visto bueno de la Casa de Contratación, sabía más bien poco de lo que venía tras zarpar. Debía acostumbrarse a la idea de soportar vivir en un espacio pequeño durante los 60 a 80 días que duraba la travesía; debía aprender que lo más importante era aprovisionarse para que no le faltara la comida y por supuesto a una dieta de alimentos imperecederos y con escasas posibilidades de variación. Lo que en tierra firme podía ser visto como frugal en alta mar eran manjares: bizcocho, carne fresca, tocino, pescado, aceite, arroz, semillas, vinagre, poca agua y vino. Hablemos sólo del bizcocho: era un pan duro elaborado con salvado de trigo y cocido dos veces, esto lo convertía en algo duro y seco que antes de ingerirse debía estar en remojo. La carne era fresca y para eso se embarcaban ovejas vivas, incluso vacas, conforme se iba requiriendo, se les sacrificaba.

¿Puede el lector imaginar un día cotidiano a la medianía de la travesía? Misas, juegos inocentes y a pesar de todo, algo semejante a extraviar el pudor en alguna parte de la memoria. Dos compañeros de viaje podían matar el tiempo expurgándose las cabezas para acabar con los piojos —inevitables— o bien si el ingenio daba rienda suelta, se pudieron organizar concursos para ver quién mataba un mayor número de cucarachas o si alguno muy hábil lograba destripar a un ratón. Obvio que los viajeros primerizos no estaban acostumbrados a beber el agua dulce, pero anegada y pestilente conforme pasaban los días y si eran de estómagos delicados o narices sensibles, tenían que soportar la fetidez inmisericorde: el pedorreo de alguno, los vómitos de otro o las diarreas de quien no iba a tono con los intestinos.

Conforme pasó el tiempo, la navegación se fue mejorando. De naves o “naos” de unas trescientas toneladas, se pasó a los galeones, cuyo peso iba de las cuatrocientas a las mil toneladas. Ciudades de madera, velamen y jarciería, que unían a tres mundos mediante el encuentro entre dos océanos: España, Nueva España y Filipinas.