El siglo XVII en la ciudad de México registra dos hechos lascerantes y que pudieron transformar su ubicación como la ciudad capital de la Nueva España. Como sobre los escombros de la vieja Tenochtitlan se irguió la nueva ciudad, pensemos que en la época de sor Juana, por ejemplo, los habitantes de la urbe estaban rodeados por agua, que la capital ya era adulta —poco más de un siglo— pero no lo suficiente como para persistir en su crecimiento, respetar los asentamientos existentes y buscar mejor sitio.
La noche del 20 de septiembre de 1629 comenzó a llover sin interrupción en la ciudad de México, al punto que dos días más tarde, la ciudad se inundó y según las crónicas, la apariencia regresó a como era antes de la llegada de los españoles. Aún en su “centro histórico” hay edificios coloniales que dan cuenta del nivel que alcanzó el agua durante la “gran inundación” cuyos desastres tardaron hasta cinco años. Se pensó en cambiar de sitio y recomenzar en tierra firme, algo más seguro que vivir en un islote, dominados por los caprichos naturales del medio lacustre y salitroso. Pero la Iglesia fue quien chistó, que ya había demasiada inversión en ello y que era preferible secar la laguna a sólo pensar en mudarse.
Pensemos en la vida pública de la ciudad que se ha librado de la anegación. México es un polo de la cultura europea, allí se instala la imprenta y la universidad. En la Plaza Mayor hay una fuente que surte agua traída desde Chapultepec, hay una columna, donde se efectúan las almonedas y una horca, lista para quien sea aprendido y juzgado como merecedor de la pena capital. Las zonas comerciales se conocen de acuerdo con los rubros de quienes las ocupan. En “Mercaderes” se establecen los españoles que venden los enseres lujosos que vienen de Europa y fuera de sus tiendas, en las arcadas, los escribanos, barberos y libreros ofrecen sus servicios. El “Parían” distribuye las novedades que llegan del otro lado del imperio, productos de Filipinas. Pero también se expenden toda clase de comestibles y animales vivos. El marchante debe ser precavido con los “rajabolsas” y los “arrebatacapas”. Los productos robados se venden en una plaza muy cercana a la Mayor.
Para disfrute de los habitantes, el virrey manda a construir la Alameda, una opción de paseo para los que no puede desplazarse hasta el bosque de Chapultepec o hasta la lejana Tlalpan.
La ciudad es un mosaico. En ella viven españoles (peninsulares y criollos), indígenas nahuas y de otras regiones y africanos y asiáticos. No resulta extraño encontrar en villancicos escritos por la monja Jerónima, que en los versos se entremezclan palabras castellanas, nahuas y africanas. Pero se trata de una población activa, que comienza sus actividades al despuntar el alba y se desvanece hacia las diez de la noche; no hay alumbrado público y la oscuridad resguarda a pocos alguaciles, a muchos truhanes y a ladrones.
Afuera es latir, todo bulle. El calendario rebosa de fechas marcadas para las celebraciones civiles y religiosas. La gran pompa de la ciudad es el “Paseo del pendón”, celebrado cada 13 de agosto, día de San Hipólito, para que no se olvide que un día como ese, pero de 1521, capituló la gran Tenochtitlan (la iglesia original se ubica actualmente al concluir la Alameda, desemboca la avenida Hidalgo y se cruza con avenida Revolución. A partir de 1822, el santo del templo es San Judas Tadeo). Pero fiestas y grandilocuencias también las hay cada que llega un virrey o un arzobispo y procesiones, por todos los motivos, de pena y de algarabía. Quizá los espectáculos más crudos, pero no por ello con menos asistencia, eran los “autos de fe”, que se trataba de cuando el Santo Oficio leía las condenas y cuando la autoridad civil ejecuta —la Inquisición no mata— a los condenados al garrote (ahorcados) o a la hoguera. Algunos investigadores dicen que el sitio común de los “quemaderos de la Inquisición” se ubicaban frente a la iglesia de San Hipólito. Un largo recorrido si pensamos que los condenados salían en procesión desde el edificio inquisitorial —en las cercanías de la Catedral.
Casi para terminar el siglo, en 1692, se registra el “Motín del hambre”. Para el 8 de junio la carestía de maíz, trigo y carne, orillan a que un grupo de mujeres exijan a gritos los alimentos básicos, pero uno de los encargados de surtir, empuja a una de ellas y la golpea. La agresión prende la mecha, en pocas horas la ciudad hierve; la turba comienza a apedrear los edificios públicos y a incendiar sus puertas. Las autoridades no pueden contener el saqueo en los mercados, los pleitos que se generan por los recientes botines y las llamas hacen crujir portones. Será un diácono de la Catedral (otros dicen que fue el cura encargado de la sacristía) quien sale con la custodia en alto y calma, poco a poco, los ánimos. Al otro día, 9 de junio, aparece un letrero sobre uno de los tiznados muros del palacio virreynal: “Este corral se alquila para gallos de la tierra y gallinas de Castilla”.