jueves, agosto 23, 2007

Una ciudad sin su espejo del lago

(México novohispano 15/25)
Las notas que vienen a continuación, fueron tomadas del libro: Monjas, cortesanos y plebeyos, la vida cotidiana en la época de Sor Juana; de Antonio Rubial García. Fue publicado por Taurus en octubre de 2005. Al final de cada párrafo, se indica entre paréntesis, el número de página al que corresponde la cita.

“Durante siglos, el personaje más importante de la ciudad de México fue la laguna, enorme cuenca natural sin salida, que se extiende 120 kilómetros en dirección norte-sur y unos 65 de este a oeste. Cientos de arroyos y corrientes vertían sus aguas dentro de esta depresión elíptica rodeada de montañas nacidas de las erupciones volcánicas del periodo terciario. La enorme planicie acuática no era uniforme, formada por lagos con lechos de distintos niveles y de diversa salinidad, variaba su colorido de una zona a otra” (p. 13).

“Después de la llegada de los españoles, el equilibrio de recursos y población cambió abruptamente, los conquistadores talaron los bosques para hacer sus ciudades, y sus ovejas y vacas arrasaron la hierba. Molinos y obrajes aprovecharon las corrientes de agua y tanto haciendas como ranchos explotaron con nuevas técnicas agrícolas sus fértiles orillas. En menos de un siglo, entre 1521 y 1600, un profundo e irreversible cambio ecológico había tenido lugar” (p.15).

“Las inundaciones comenzaron a ser más graves… las autoridades decidieron consultar a un experto alemán: Heinrich Martin… propuso lo que el consideraba la única solución viable: perforar un canal de doce kilómetros, mitad abierto y mitad cerrado, que llevando el agua… desecaría el lago poco a poco” (p.16).

“…En la época borbónica, los avances de tales obras eran tan enormes como notorios resultaban sus efectos devastadores sobre el lago, reducido a cuatro grandes manchas acuosas en el valle. No obstante sería hasta un siglo después, en tiempos de Porfirio Díaz, que se terminaron los trabajos que concluyeron la destrucción de un entorno excepcional” (p. 19).

“Lo primero que hacía diferente a la ciudad de México del resto de las ciudades occidentales era su emplazamiento en una laguna rodeada por montañas… A los viajeros, habituados a las ciudades amuralladas, ésta que no las tenía, causaba asombro… México-Tenochtitlan era un producto mestizo, una ciudad que estaba a medio camino entre la utopía humanista y la brutal realidad social de la urbe conquistada” (págs. 20-23).

“La población indígena se vio afectada por la llegada de las enfermedades europeas… la esperanza de sanar se ponía más en rogativas y en el traslado de imágenes desde los santuarios, con la intención de calmar la ira divina provocada por el pecado… Para protegerse de tales calamidades, la ciudad había jurado como patronos a las vírgenes de los Remedios y de Guadalupe, a San José, a San Bernardo y a San Nicolás… El hambre y la miseria eran ciertamente condiciones que favorecían las epidemias; aunque estas eran fomentadas también por la proliferación de ratas, mosquitos y, en general, por las condiciones poco higiénicas en que vivía la población” (p.27).

“La cosmopolita ciudad de México recibía vino, aceite de oliva, tapices y textiles de Europa, cacao de Perú y de Maracaibo y marfiles, porcelanas y sedas de China y Filipinas. Del interior de la Nueva España llegaban la grana cochinilla(tinte rojo prehispánico muy solicitado en Europa) de la Mixteca y la Zapoteca; huipiles y textiles de Oaxaca y Chiapas; muebles laqueados de Michoacán; nueces y mantas de Nuevo México y esculturas estofadas de Guatemala. Los caminos del mundo confluían en este enorme emporio” (págs.31-32)

“Entre todos los productos y bienes, el más importante e imprescindible era el agua potable… En el siglo XVII, la ciudad se abastecía de agua dulce por medio de dos acueductos. [Desde Chapultepec y Santa Fe, llegan a dos fuentes] Ambas estaban localizadas en la zona poniente de la ciudad, lo cual marcó, desde el siglo XVI, la distribución social de la población urbana… Para el abasto público, los conventos y algunos particulares abrían a menudo un arco y fuente en sus muros, además del gran surtidor que existía en el centro de la plaza mayor y de las fuentes de la Mariscala y del Salto del Agua” (p. 38).