Cuando dos civilizaciones intercambian bienes o servicios, la transformación de ambas es lenta, aunque constante. Con los usos y costumbres, lo que se llama una “tradición” irá fincando sus reales, sin que la palabra “dominio” sea percibida como la planeada ofensa de una civilización a la otra. El caso de Mesoamérica con respecto a la conquista y posterior colonización tiene tantas posibilidades de explicación como imágenes forman las cuentas de un caleidoscopio.
No es tan simple como relatar el encontronazo de una cultura con otra, la hostilidad entre las dos y el enfrentamiento hasta que una de ellas es vencida. Con la caída de la ciudad de Tenochtitlan no se terminaron las batallas e inició el florecimiento de lo que conocemos como el periodo Colonial; si bien se trata de un punto de partida, no significa la garantía expansionista del imperio español. Mesoamérica no se trataba de una sola cultura y menos aún de la idea que ahora tenemos como una sola nación. Más o menos abarcaba desde lo que hoy es el norte de México hasta la región de Centroamérica. Un verdadero mosaico de pueblos, unos libres pero amenazados y otros sojuzgados por los aztecas.
Hasta 1530, el número de conquistadores no sobrepasaba los dos mil; veinte años más tarde su presencia se había quintuplicado y entre los nuevos llegados se encontraban aquellos a quienes se debe la conquista pacífica o “espiritual”. Eran los siervos del Papa, pero que contaban con la venia de España, se trataba de frailes franciscanos, dominicos y agustinos. Después sería el clero regular (que no pertenece a “orden monástica”). Para 1560, conforme se erigían villas, se esparcen los conventos, hay 120 para ser precisos. Y los conventos fueron centros propicios para la difusión de las ideas españolas y los receptores de las creencias indias. Si al fraile llegó el chile, el maíz y el guajolote, al indio se llegaba el chivo y el trigo. Dando y dando, surge una manera de alimentarse; habrá que suponer a un fraile que gritaba sandeces a las mil hostias porque ha comido chile y un indio que adoba con esa pasta la carne de una vaca.
La conquista no tenía prevista la disminución de la población india. A la llegada de Cortés se calculan unos 20 (¿25?) millones. Con las nuevas enfermedades que devienen en epidemias, los traslados de la población para fundar villas, el exceso de trabajo y la mala alimentación provocaron que a la vuelta del siglo, la población india llegaba apenas al millón de habitantes. Los indios debían entonces ser defendidos, ya no se trataba de crear una colonia donde “nuevos” y nativos pudieran generar impuestos al rey, idea que motivaba permitir una jerarquía indiana. Los ideales terminaron cuando empezaron a surgir las primeras realidades.
El paisaje agrario pasó de boques, valles y campos de maíz, a zonas que comenzaban a ser pobladas por el ganado europeo. Una mazorca proveía maíz para alimentarse y olotes para generar calor (quemarse). En cambio, del ganado europeo se obtenía cuero, sebo, tasajo y carne fresca, materias muy apreciadas en las nuevas ciudades. Además, niños y mujeres podían con el cuidado al ganado.
Al descubrirse las minas y tener animales de carga, todo facilitó las cosas. El nuevo sistema de carga y transporte cambió para siempre: ya no más tamemes (cargadores indios) sino caballos.Y luego la plata novohispana, que hizo de la región el principal productor a nivel mundial. Cualquier conquistador viejo o colonizador nuevo no tenía más que alzar los ojos al cielo y exclamar el peninsular grito de “vivilavirgen”, que Dios y todos los santos les habían hecho topar con un lugar de puta madre y donde se podían sentir tan a gustito.