Para mantener orden y raya en la sociedad novohispana, se recurrió a formar “repúblicas” (especie de pueblos o conjunto de ellos) que se denominaron de “indios” y de “españoles”. Es claro que era más fácil encontrar a indios viviendo en los pueblos habitados predominantemente por españoles a que sucediera lo contrario. Pero cada república era un organismo propio que tomaba decisiones a favor de sus habitantes, que velaba por sus intereses y los representaba ante la corona. El beneficio de pertenecer a una quería decir una especie de “ciudadanía” que garantizaba no ser criado de ningún potentado; como ocurriera en las encomiendas.
La encomienda duró realmente unas cuantas décadas a partir de la conquista. Se trataba de “encomendar” a un cristiano viejo y de preferencia conquistador, un determinado número de tierras, que incluía a los indios por supuesto. Como retribución a sus esfuerzos, el rey “concedía” el derecho al descubrimiento, la conquista y posterior colonización; a que se fundara ayuntamiento y se impartiera ley. La encomienda fue desastrosa, pues de ella surgieron las mayores atrocidades que los conquistadores cometieron y las querellas entre los frailes que defendían la existencia de alma en los sometidos y los que sólo opinaban que se trataba de “naturales” —como parte de la naturaleza, al igual que un animal, pues carecían de alma.
Casi desecha la “encomienda” y establecido el cabildo, ¿quién lo gobernaba? Tanto el de españoles como el de indios velaban por sus habitantes. Pero en el caso de los españoles las jerarquías no se hicieron esperar. El cabildo tenía jurisdicción de distrito y nombraba a un alcalde, cuya justicia y administración sólo llegaba a un territorio, mismo que era cuidado por los regidores. Por líos internos, cuando el virrey —de quien trataremos en un momento— propuso al Cabildo solicitar ante la Corona la creación de las Cortes de Nueva España (de haberlo autorizado el territorio hubiera pasado de colonia a reino), los rechazos fueron inmediatos, porque significaba que los novohispanos perderían las prebendas a las que estaban acostumbrados.
Con todo, Nueva España forma parte de la monarquía española cuando una palabra se convierte en realidad política: absolutismo. Pero la metrópoli estaba muy lejos y los nuevos territorios eran inmensos, ¿cómo gobernar cuando ni siquiera hay un ejército o una marina capaces de someter las insurrecciones? Sólo un virrey puede ser idóneo para encarnar a la persona del rey (la mayoría de los virreyes están emparentados con el rey). Ellos fueron la cúspide la organización político-administrativa, pero sus funciones y su poder eran limitados. Su alcance era hasta donde lo permitían las recomendaciones, intrigas y caprichos del Consejo de Indias, de la Real Audiencia y de los visitadores que mandaba el rey; no tenía mucha injerencia en lo judicial y en lo hacendario. Un “sálvesequienpueda” en la cada vez más intrincada red de la administración novohispana. Su majestad, que su primo el virrey ya se ve mal con el señor obispo de México, que vendría a ser su sobrino y todo porque su tía, la marquesa de Amarillas, vieja encomendera, abrió fuego contra unos dizque soldados del encomendero Olid y recuerde usted que este Olid es nieto de los viejos conquistadores, los que montaban a un lado de Hernán Cortes.
Otro cuento de nunca terminar eran las ordenanzas que llegaban de ultramar. De allí el consabido: “Acátese, no se cumpla”. España no estaba ni está a vuelta de esquina, las comunicaciones eran difíciles y América era una desde el ombligo de Anáhuac y otra desde los oscuros castillos y los pasillos de la Casa de Contratación de Sevilla y el Consejo de Indias. Y otro broncón era la fe católica, hecha para meter en cintura a los colonos y recién llegados, pues eran los únicos a quienes podía tocar la Inquisición, los indios, pobres o suertudos, a persignarse frente al santo y a hacerle ofrendas como de sus antiguos se tratara. Un sistema religioso doble que sin duda mantenían en paz a todos.
Y Nueva España con una fama de riqueza que no la quitaba ni Dios padre. El “lago español” abarcó entonces desde Filipinas hasta la península Ibérica. Había que levantar edificaciones-fortalezas para defender los puertos de los ataques de los corsarios. ¿Defensa? Pero si los mercaderes de Nueva España preferían mil veces negociar con los piratas que facilitaban el contrabando a tener que perder sus ganancias tasadas en el mercado legal. Y en Sevilla los altos funcionarios se tiraban de los pelos, que si estos hijoputas nos quieren sorprender de los cojones y firme usted aquí su majestad, que con le ponga al papelito “Yo el rey” instauramos el sistema de flotas para los aprovisionamientos a la Nueva España, que ya lo verán estos cabrones, y el tal su majestad mojó la cánula de la pluma, la llenó de tinta y estampó con su mejor letra: “Yo el rey”.