Nueva España fue tierra de ilusiones y por lo tanto, un territorio de muchos. La Iglesia no se quedó atrás y luego de la ardua tarea de evangelización emprendida por los primeros misioneros, que pertenecían a las órdenes mendicantes o “clero regular”, las garras del clero secular se hincaron sobre todo en las ciudades más pobladas y por lo tanto, las más importantes del mundo novohispano. Todo partía de un privilegio, el Real Patronato Indiano, expedido por el Papa romano a favor del rey español, donde el primer jerarca garantizaba y ponía en manos del rey lo que estaba relacionado con la religión en el nuevo mundo. Existe, por tanto, una Iglesia estrechamente ligada a la monarquía.
La Santa Sede se limita a confirmar y aprobar mientras que rey y Patronato son los que mueven las piezas del gobierno eclesiástico según buen augurio y peores rumores que llegan hasta la corte metropolitana. Pero si la corona no pagó “directamente” la empresa de conquista y menos aún la de colonización, menos lo haría con la construcción de iglesias; para ello están los ricos mineros (caso de la bellísima edificación barroca de santa Prisca, en Taxco), los diezmos (del que los indios estarían eximidos) y otras industrias de las que se sirve el clero para sostenerse, primero a través de la población y luego de rentas propias.
El obispo manda sobre un territorio diocesano y se apoya en su cabildo catedralicio, un cuerpo colegiado de canónigos que se encargan desde gestionar la construcción hasta vigilar la manutención del templo. De la sede episcopal dependen las parroquias, que son gobernadas por cura de almas y vicarios. ¿Y de qué viven estos y con qué sostienen sus parroquias? Pues también de donaciones de ricos e importantes que más que estar bien con Dios desean quedar congratulados ante la mirada de los beneficiados, los lambiscones y los envidiosos. Otro ingreso parroquial es el cobro por los servicios prestados: bautizos, matrimonios, extremaunciones y demás. “Que yo quiero que la niña se llame María de Felipa Melitona de las Maravillas”. “Que con esa gallina con que me pagas sólo alcanza para ‘María’, ¿no te queda un dinerillo o animales?” Según la parroquia son los precios. ¿Dónde están las parroquias de Nueva España? Algunas en las ciudades y dependiendo la riqueza del lugar, podía haber una o más parroquias. Fuera de ellas, el curato (territorio en que se dividía una diócesis) tenía las propias, aunque todas diseminadas.
Un punto aparte merecen las congregaciones de mujeres: los conventos. Al contrario de lo que el imaginario sugiere, se trababa de lugares de lujo donde se recluía a mujeres ricas que por diversas razones no llegaban a casarse. La Iglesia no da una quinta parte de moneda para sustentarlos y quien ingresa, debe tener una generosa dote; allí “pobres” no se aceptan, que el Señor no quiere adoración de menesterosas. Cada monja tiene derecho a un máximo de cinco sirvientas y la vida “conventual” es más bien una casa de reclusión donde se guarda la apariencia de que está a salvo la “flor virginal” y el honor de toda una familia queda intacto. Cada religiosa vivía en una “celda” decorada y avituallada según sus posibilidades. Las dotes se invertían en la compra de haciendas o minas y con el tiempo, los conventos eran una especie de bancos, en una época donde no existían.
Qué mejor negocio, si se era hermano segundón —privado de la mejor parte de la herencia— o un listillo con pretensiones que tomar la vocación sacerdotal. Implicaba tres cuestiones básicas: rango social, libertad de movimientos en nombre de Dios y fuero eclesiástico. Claro, había curas muy desafortunados que atendían parroquias pobres, otros se iban de culo cuando su obispito les decía: “Usted, como primo hermano del conde de la Amarilla, me deja Parácuaro y pues se viene a Valladolid a la parroquia donde veneramos las lágrimas de María” y claro, donde las limosnas son tan bien sobradas.
¿Religiosa una sociedad tan pluricultural como la de Nueva España? España quería sólo apuntalar el culto a la Virgen de los Remedios, pero bien pronto la imaginación y devoción comenzó a ver y a apropiarse de apariciones, desde la Guadalupana, Señor de Chalma, Cristo de Santa Teresa, Virgen de la Soledad, Virgen de San Juan de los Lagos, Virgen de Zapopan, Nuestra Señora de Ocotlán, Cristo de Tlacolula. Virgen de la Salud de Pátcuaro… vírgenes y santos con santuarios, fiestas, ferias y peregrinaciones. Pero eso, aunada la adoración de las reliquias que esas sí, venían directo de Roma: huesos (fragmentos o astillas) de santos, beatos o mártires que se guardaban y exponían en ricos y exagerados relicarios.