viernes, agosto 10, 2007

Plaza libre, atribuciones máximas y poderes mínimos, puesto: virrey

(México novohispano 8/25)

Cuentan que el segundo virrey de Nueva España, Luis de Velasco (1550-1564) escribió pronto a su rey, Carlos V, para que a la brevedad posible mandara un relevo a su cargo. El motivo era bien simple: era el segundo gobernante allende los mares y su autoridad estaba mermada. Pero nada que ahí te mandamos a otro, mete los cachivaches al arcón y regrésate a España, ¿no tenía usted ganas de tanto nuevo mundo? Pues allí lo tiene, ya con muy pocos indios vivos pero con todos sus paisanos los “indianos” pasándose de listos.

¿A poco era tan difícil representar a la mayor dignidad de España en un lugar tan encantador como la capital de Nueva España? Entonces la muy noble y leal ciudad de México era, en efecto, el “la región más transparente del aire” y mientras las mucamas de sus ilustrísimas abrían las ventanas para echar a la calle lo que sus señorías habían descansado del vientre durante la noche, la vista de cualquiera de estos “representantes” podía solazarse en el azul del cielo límpido o en los tonos de las aguas salobres de la laguna que aún los rodeaba. Pero es que nadie llevaba la fiesta en paz.

Hay que imaginar el enfado del padre procurador de los franciscanos, cuando en el año de 1576 lo manda a llamar Martín Enríquez de Almansa, quien entonces despachaba como cuarto virrey. Pero como el gobernante estaba ocupado, retardó la cita con el fraile. El clérigo, montando en cólera, fue pregonando por toda la ciudad que en palacio no sabían de hacer distinciones, el virrey le mandó callar y el muy cabrón del hombre de Dios, llamó a los franciscanos de la ciudad y así, como dice viene llover, enfilaron procesión rumbo a Veracruz. A los indios que encontraban a su paso les decían que el virrey los había corrido de la ciudad y la indiada, no muy procurada a dudar de la palabra de los frailes, estuvo a punto de amotinarse. Que detengan a los frailes y ruégoles quince mil dispensas.

Cincuenta años después, hacia 1624, se desgreñan el arzobispo y el virrey. Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, marqués de Gelves (14vo. Virrey) destierra al arzobispo de México y lo envía a Veracruz, a que aguarde barco a España. Se corre la voz y el populacho, bien adiestrado por los curitas de la catedral, grita frente a palacio: “Viva el rey don Felipe IV, muera el mal gobierno del hereje luterano”. El virrey corre a esconderse a un monasterio, su eminencia el obispo regresa, comienza la grilla y el verdadero desterrado es el marquesito de Gelves.

Los virreyes tenían sobre todo, la misión de proteger a los indios y se suponía que estaba a expensas de las decisiones de la Real Audiencia (aunque ellos la presidían) y en “Nueva España” existieron tres audiencias: la de México (desde 1527), la de Guatemala (1543) y la de Nueva Galicia y luego Guadalajara (desde 1548). El territorio se dividía en distritos que se repartía entre alcaldes mayores (población española) y corregidores (pueblos de indios); también el territorio llegó a contemplar provincias, para las que se nombraban gobernadores. Si se analizara con detenimiento el desarrollo de alcaldías y corregidurías, allí están las simientes de los caciques locales y cotos mercantiles. De las alcaldías mayores se desprendían los ayuntamientos: alcaldes ordinarios apoyados por regidores. Con el tiempo, los regidores eran nombrados a perpetuidad y el cargo fue hereditario.

La pirámide era inmovible sólo hasta el relevo de un virrey. Entonces se le mandaba vivir fuera de la ciudad de México, previo depósito generosa fianza que aseguraría no iba a darse a la fuga. Se pregonaba por toda Nueva España que habría cambio de virrey y si usted tiene una queja del que se larga, acuda a ponerla, que el juicio comenzará pronto. Comenzaba el famoso “Juicio de Residencia”; empiezan las acusaciones, vaya usted a informar, le quedan treinta días, que cierra el plazo y hay que dictar sentencia. Se formaban bandos contrarios, pero al fin, lo que estaban a favor hacían llegar favores, monetarios por lo regular, a los que estaban en contra y el caso es que el virrey saliente se iba ileso. ¿Se acuerda usted de cuando se libró la ordenanza aquella que favoreció a los frailes en contra de los pobres que arriaban las ovejas? Tenga usted estos reales y pelillos a la mar. ¿Volvería a jurar que fue una equivocación la explosión en la mina si no pesaran tanto estas monedas? ¿Quién vendió antes de iniciar la feria los diez “caxones” que traían libros prohibidos?

Es verdad, la corrupción era inevitable, como en cualquier aparato político.