México contemporáneo, dos décadas atrás, aún podía definirse como un pueblo “guadalupano” sin necesidad de seguir de manera estricta o con apego el canon establecido por la iglesia católica. Las costumbres están sufriendo algunas adaptaciones propias del presente siglo, pero el mito de la aparición de la Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego se ha sustentado en mitos aún más fantasiosos que el originado por los frailes y la “indiada” de entonces.
A diez años de consumada la caída de la que fuera la gran capital del imperio azteca, la ciudad de Tenochtitlan, la población nativa está desvalorizada y su sistema de creencias sufre una profunda crisis. Diez años es un tiempo muy breve pero sustancioso para tomar en cuenta algunos factores: destrucción de los viejos dioses, misiones que pregonan un catecismo conforme se va descubriendo la amplitud del nuevo mundo, un sistema de creencias que choca en todo con el impuesto por el conquistador, pero que también es contrabalanza de la humanidad con que los frailes (jamás el clero secular, que a su llegada se dedicó sólo a la población española) tratan a los indios. Por si fuera poco se suman las encomiendas, en las que los indios son tratados de manera brutal por el conquistador, pero defendidos por el fraile. ¿Quién nos va a ayudar ahora que los dioses están dormidos o se han olvidado de nosotros?
Los niños son entonces el mejor vehículo para comenzar la nueva misión: cristianizar a estos pobres con el fin de que alcancen la salvación que sólo brinda la palabra del dios de los occidentales. Son los pequeños, no por traición sino porque así son enseñados en las “nuevas escuelas”, los detractores de sus mayores. Mientras que la población adulta no se hace a la idea de los nuevos ídolos (a fin de cuentas los llegados de España son de trapo y de pasta) y en sigilo transportan a sus viejos ídolos a lugares escondidos, en el monte o a cuevas; los niños corren para alertar a sus maestros y cada vez más cercanos amigos. “Fray Diego, los mayores de mi casa han escondido a una deidad bajo la cruz que ustedes colocaron a la entrada del pueblo”. “Coño, que me cago en una canasta de hostias, con razón todos estos hacen reverencia a la santa cruz”.
No era sencillo, pero al fin surge una bella historia, tan inverosímil como lo todo lo que anhela al preciosismo. Un indio llamado Cuauhtlatóhuac, abrazó la nueva religión de tal forma que bajo su nombre cristiano, Juan Diego, fue elegido por celestial aparición para llevar un recado al entonces primer obispo de México. Pero como fray Juan de Zumárraga estaba muy liado como para atender a nuevos conversos, mandó decir que necesitaba una prueba fehaciente de aquello que le neceaba el indio: construir un templo donde se venerara a la fulana esa que decía ser madre del Divino Creador. Imaginen el estira y afloja —si es que fue cierto— entre Juan Diego y el obispo: hacía apenas diez años que se reconstruía México-Tenochtitlan, las noticias de que se escondían “ídolos” estaban a la orden del día. El caso es que por fin, la virgen mandó el recado. Una tilma con su retrato. Ahora el lío era saber quién pintó aquello. ¿El ayate fue pintado por los ángeles o por la misma virgen? En el último de los casos se trataría de un autorretrato.
Todavía en 1547, Zumárraga no creía en la versión de Juan Diego; aunque la tilma ya estaba colgada en la vieja catedral, escribió que el mundo cristiano ya estaba harto de milagros, de apariciones y lo que precisaba era la fe. Es que las versiones apuntan a la sospecha. Repito, el imperio azteca había sucumbido apenas diez años atrás, en 1521, y justo en otoño de 1531, comienza el rumor de las apariciones marianas. Ahora resulta que a la virgen ya no le gustó, primero la aridez de Jerusalén y ora que tampoco Europa, ya que ya mejor se pasó a vivir a América.
Es un tema controvertido. Pero terminaré la entrega con una cita al libro de Richard Nebel, Santa María Tonantzin Virgen de Guadalupe (página 317): “…la Guadalupana es vista como la verdadera diosa madre de la tierra, que regresó para liberar a sus hijos de la proscripción de la inferioridad y la deshonra. Mientras que la Conquista arrojaba a la nación azteca a la orfandad en el sentido cultural y espiritual, sólo diez años después la aparición de la Tonantzin-Guadalupe proporcionaba a los habitantes autóctonos de México una nueva justificación de su existencia, un nuevo sentido a su vida y a su dignidad… dar paso a la Guadalupana como una mujer azteca, distinguida e imponente, de apariencia europea cristiana (como madre de Jesucristo) para proteger y guiar de nuevo a sus hijos”.