martes, agosto 28, 2007

Ser “doctor” o armarse caballero

(México novohispano 17/25)

La sociedad novohispana siempre estaba lejos del modelo propuesto en el Madrid de los Austrias, o al menos el que se imaginaban allende los mares. Era, sí, una sociedad estratificada pero con más permisiones que ataduras; había una palabra que acompañada de otras, hacía las veces de llave mágica o ensalmo: dinero… que bien podía conducir a corrupción, a limpieza de sangre (demostrar que se provenía de familia de cristianos viejos), a la compra de puestos al interior del mismo virreinato, al provecho de voluntades para que un rico no fuese delatado a la Inquisición o también a la adquisición de rangos académicos.

No es curioso sino razonable. Los hombres novohispanos fincaron su identidad social en el origen; el noble o aristócrata ya tenía linaje y fortuna, ¿para qué estudiar? Un noble tiene, además de dinero, una sobrada dosis de privilegios. Pero el hijo de esa suerte de nueva raza que se empezaba a propagar por Nueva España y que conforme pasaban las generaciones, sus descendientes iban perdiendo derecho a ocupar puestos de elevado rango, el criollo, ese que no es español o indio puro, ese que tiene dinero, debe ocuparse de comprar un título. Qué mejor lugar para obtener prestigio que la universidad de México. ¿Sabiduría? En realidad fueron muy pocos los que acudían a la universidad en pos del conocimiento o por la mera pasión a las letras, se iba porque hacía falta un “título”, ser algo, alguien. En una sociedad donde brillaban los nombres ilustres, no podía ser lo mismo presentarse como “fulano de tal” que como Bachiller, Licenciado o Doctor.

Era sí, un mundo de hombres, ideado y configurado sólo para ellos. ¿Un mundo de doctos? Sí. ¿Un mundo de hombres letrados? Es para dudarlo, los datos nos ofrecen otra perspectiva. La universidad de México abrió sus puertas en 1553. Pero como no alcanzaba ni para cubrir los sueldos de los catedráticos, menos aún lo fue como para edificar sus propias instalaciones, así que la gran casa de estudios mudó vecindades hasta su instalación definitiva, más o menos hacia 1650. El modelo ideal de la de México fue la Universidad de Salamanca, aunque es obvio que fueron necesarias las adaptaciones para el Nuevo Mundo, para estas Américas. Los inventarios dicen que a mediados del siglo XVIII, la biblioteca apenas si alcanzaba los 350 volúmenes. Es claro que la universidad no se trataba de una estafa, pero también es obvio que antes hay que detenerse a lo que expone el historiador Enrique González:

“…se desprende que la universidad era la gran formadora de funcionarios para la administración civil y eclesiástica de los vastos territorios del virreinato; pero también que, debido a su política de segregación, fue un instrumento de enorme eficacia para consolidar y perpetuar el predominio de la población de origen hispano sobre el resto de las castas durante todo el régimen colonial”.

¿No que los criollos sí tenían acceso? Efectivamente. Lo tenían. De que pudieran graduarse más allá del título de Bachiller, dependía de sus posibilidades económicas… los méritos académicos, por decirlo así, estaban un poco a la orilla del turbulento río de las canonjías. Había cinco facultades: Artes, Medicina, Derecho Civil, Derecho Canónico y Teología. El rector sólo fungía en su cargo un año, se elegía cada 10 de noviembre y aunque el virrey era el “jefe”, sólo era privilegio de la Universidad otorgar grados académicos. ¿Por qué tantas dificultades? Es simple, el sueldo promedio de un profesor era de 700 pesos anuales; el costo para obtener licencia, incluidas propinas, escribanías, desfiles y otras funciones: rayaba los 2000 pesos. La ceremonia para obtener el doctorado era prácticamente similar a la de ser armado caballero, asistían los profesores, los alumnos, el virrey y el arzobispo.

Una vida, la de estudiantes y profesores, que estaba muy lejos de ser aburrida. Se carecía de profesores de tiempo completo, ya que la mayoría estaba más dedicada a sus negocios que a sus clases; y los estudiantes no sufrían si tomamos en cuenta que los jueves, ninguno, había clases. Después, había unas seis fiestas por mes, a eso habrá que sumar casos extraordinarios, como la llegada de un virrey o un arzobispo. En fin, las crónicas refieren que a lo mucho, eran unos 190 días de clase, contra unos 175 de feria. Pero qué vida.