Año de 1783. Una costa de Nueva España sirve de puerta de entrada y salida para todos los productos que se comercian por las rutas marítimas del océano Pacífico; se trata del caluroso —aunque no tan insalubre como el de Veracruz— puerto de Acapulco. Un sitio alejado de lugares donde reconfortarse, donde no abunda la comida y es necesario aguardar a que los pueblos montañeses suministren las exigencias de marinos, comerciantes y arrieros que allí confluyen; lo más cercano es Tixtla y Chilapa, poco más de ciento sesenta kilómetros, pero con una topografía más que accidentada.
Poco antes de esa fecha, en 1799, España toma partido por los colonos de Norteamérica, que han declarado la guerra a Inglaterra a cambio de obtener su independencia. La madre patria, guerrera y confiada en el suministro económico de sus territorios americanos, apoya a los habitantes de las Trece Colonias y a la carga contra los ingleses. Nimiedades, si consideramos que para entonces, las nalgas que calientan el trono ibérico ya no pertenecen a la vieja casa de Austria sino a la rama francesa de los borbones (casa de Borbón)… reina un descendiente de los franceses y la Francia, tan siempre enemiga de los flemáticos ingleses, cuando dice “agua va”, es porque ya tiene el apoyo de su para entonces amada España. El caso es que el Nuevo Mundo es quien tiene que financiar la guerra… un mundo poco dado al catolicismo de Europa y a la integración misma de aquellas monarquías, es que el rasca el fondo de sus bolsillos para defender ya quién sabe qué cosas.
El caso concreto es que poco antes de la declaración de guerra a los ingleses y la llegada de los borbones al trono español, el viejo régimen o el de “los austrias”, tiene a sus economías coloniales con un pie sobre el piso y el otro al aire. Entre que los “estancos” o monopolios y la prohibición de comercio entre las mismas colonias, lo único que se facilita es el contrabando, claro está. A la llegada de la nueva corte a España y con una forma diferente de administrar las posesiones ultramarinas, se abre la posibilidad de comercio y las mercancías comienzan a fluir entre las propias colonias, pero de manera legal. De Sudamérica llegan a Nueva España, al puerto de Acapulco: pasas, almendras, cachalagua, zarzaparrilla y otras menudencias. De regreso a Perú: textiles, sombreros, cobre labrado, pimienta, loza y harinas.
Uno de estos viajes de negocios es el que nos ocupa. Entre abril y mayo de 1783 llegó al puerto de Acapulco el capitán de la fragata Aurora, don Pedro Blanco. Procedía de Guayaquil y traía un cargamento de plata y cacao, con destino a Europa. [Voy a emplear los corchetes para explicar brevemente cómo llegarían estos productos a Europa, ya que por la brevedad de la serie no contemplo el tema de “La arriería novohispana”. Vía océano Pacífico, se desembarca en Acapulco y los “arrieros” son los encargados de transportar la mercancía a lomo de mula. Hay que sortear proezas y peligros para llegar finalmente al otro lado de la Nueva España, a Veracruz, para que se embarque y llegue a su destino, vía marítima océano Atlántico. Lo mismo sucede con lo llegado de Europa al puerto de Veracruz. Algo inimaginable hoy día, cuando para comer una barra de chocolate nada más hace falta retirar el papel de plata. ]
Lo que sucedió con la Aurora, de la que se esperaba su regreso al Perú a más tardar en mayo, es que llegó la orden de detener la nave y las mercancías que en ella se guardaban (las de regreso). Cédulas, correos, los comerciantes peruanos inquietos, el virrey decía que no y los acapulqueños se preguntaban: “¿Y qué coño vamos a hacer con un barco fondeado?, porque si no zarpa enseguida esto se queda para rato, pues viene la temporada de lluvias”. La navegación se desaconsejaba de junio a noviembre, por la temporada de huracanes. Llega un correo del virrey que ordena se detenga la nave hasta nuevo aviso, el paradero de las mercancías se localiza hasta que son embodegadas en el puerto, en tierra firme. La suerte de los comerciantes peruanos se pierde en el papeleo y el tiempo. Pero la buena estrella del capitán Pedro Blanco, brilla como nunca.
El capitán de la fragata Aurora recibe en octubre una comunicación oficial firmada por el virrey novohispano: conducir al puerto de Callao de Perú a un Señor Oficial General. Pero si la nave de Blanco es un muladar, más propicio para la carga que para el transporte de personas —aunque los humanos viajen en ella— y menos aún si se trata de algún tipo al que su culo merece tantas distinciones como el resto de su persona. Que no se puede, dice Blanco. Que sí, que poderoso caballero es don Dinero; dicen de parte del Virrey. Que al fin, con más dinero que voluntad, en un abrir y cerrar de ojos o en unos 60 días, la fragata de carga se transforma en un palacete flotante, bien aprovisionado de los lujos posibles en aquellos años. Los gastos corrieron a cuenta de arcas novohispanas, costó 3, 124 pesos de la época.
La Aurora está lista y embellecida para que arribe a ella don Teodoro de Croix, su familia y su corte; porque el muy distinguido de origen francés pero con intereses puestos y al servicio de la corona española, se va a trabajar de Virrey del Perú. Poco antes de zarpar, estaban listos los animales vivos, para que el virrey y sus allegados pudiesen tener carne fresca durante la travesía: 600 gallinas, 38 carneros, 12 terneros y dos cerdos.
Adiós nuevo señor Virrey, váyase tranquilo y no se camine usted por donde habita la granja, que por la peste, extrañará usted los meaderos de París, a la orilla del río Sena.