La hacienda se desarrolla en Nueva España hacia el siglo XVII a partir de las grandes extensiones de tierra que quedaban, sobre todo, tras la decadencia de la encomienda. Y como la tenencia de la tierra era lo más rentable, los dueños de importantes fracciones fueron incorporando otras a sus propiedades y en torno a ellas organizaron un “microcosmos” que giraba alrededor de una casa grande, un templo, una tienda, una molienda, un trapiche y alambique (en el caso de las “haciendas cañeras”), tinajas para el pulque (las “haciendas pulqueras”), obrajes y lo que fuera necesario para el autoconsumo. Constituía pues, una gran propiedad con medios de producción propios, motivo que le confería autosuficiencia económica.
Las haciendas novohispanas fueron propiedad de ricos comerciantes, mineros e incluso algunas órdenes religiosas, de las últimas destacan las que eran propiedad de los jesuitas, quienes tenían fama de buenos administradores. La seguridad de mantener la unidad terrateniente de la hacienda se fincó en la figura del “mayorazgo”, un recurso legal —basado en la tradición judeocristiana española y con muy claros tintes medievales— que permitía heredar el derecho a administrar la posesión al hijo mayor varón, quien tenía la obligación de procurar el buen acomodo de sus hermanos menores, sea con matrimonios ventajosos o buscándoles ocupación en los aparatos administrativos o eclesiásticos. Sólo para incluirlo como un dato indiscreto, cuando alguna de las hermanas menores no alcanzaba a concretar un buen matrimonio, era preferible costear una dote, ingresarla al convento y olvidarse de su manutención por el resto de sus días.
Como medios de producción autosuficientes, las haciendas se convirtieron en verdaderos polos de atracción tanto para los indígenas, mestizos y españoles pobres. Ellos se protegían de la miseria, obtenían la garantía del producto fiado y el salario adelantado y la protección del patrón a cambio de unas 12 horas de trabajo diario. Aunque “múltiples” —cada una de acuerdo con sus principales productos del cultivo o crianza— es posible distinguir dos clases de haciendas en la Nueva España del siglo XVII: la gran hacienda ganadera del norte (producía para al autoconsumo y para mantener su unidad territorial) y la que trabajaba para el mercado, situadas en el Bajío, centro y sur del país. A partir de entonces ya es posible referirse a una autosuficiencia en el reino novoshispano y esto obedece a los reacomodos en la economía. Si en la segunda mitad del siglo XVI dejaron de construirse los grandes conventos-fortalezas, para el siglo XVII surgen las obras propias de las haciendas y las ciudades criollas.
Un posible espejo de la vida en las haciendas nos lo pueden proporcionar los libros de cuentas, donde nos percatamos del estrecho vínculo que hay entre la vida social e individual y el consumo. La historiadora Mabel Rodríguez Centeno se ha dado a la tarea de revisar la “contabilidad” llevada por el mayordomo de la hacienda Charco de Araujo, ubicada cerca del pueblo de Dolores, en el valle de san Francisco, en lo que ahora conocemos como el estado de Guanajuato. Esta hacienda era propiedad del bachiller Manuel Aldama, un comerciante radicado en la villa de León; pero el encargado era José Antonio Monzón.
De los cortes de cuentas que realizó Monzón entre 1796 a 1799, la historia Rodríguez Centeno deduce que: “Los adelantos en víveres, mercancías y efectivo, que confunden el salario con las deudas y que se amortizan con rayas de trabajo, resultan incompatibles con la idea de que el crédito puede y debe funcionar como un mecanismo de integración social propio de la modernidad”.
Para la historiadora, la hacienda se trata de un resguardo para asegurar la vida cotidiana y las eventualidades de sus trabajadores. “En las cuentas que llevó el mayordomo José Antonio Monzón se evidencia el abasto de carnes, de queso y de granos, entre otros comestibles. Asimismo, constan las adquisiciones de telas, cortes de ropa y cueros para vestidos, al igual que de zapatos, botas, huaraches, rebozos, mascadas y demás accesorios. Pero, además, se documentan los adelantos en efectivo para costear los casamientos, partos, bautismos, misas, confesiones, enterramientos, dotes, fiestas de Corpus y la cera para las velas de la fiesta de los Muertos”.
Charco de Araujo, como toda hacienda de su época, era un centro de producción de bienes. Allí se trababa de una economía mixta: agricultura y ganadería, un micromundo que repetía el orden social de las ciudades, las clases y los privilegios. ¿Un feudo?