El texto de la presente entrega, se ha tomado conforme a la investigación “Del mercado a la cocina. La alimentación en la ciudad de México”, realizada por la historiadora Enriqueta Quiroz, adscrita al Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. Suprimo las comillas para dar acomodo a las frases y párrafos que, obviamente, aquí se alteran de la versión original.
Según las crónicas, el mercado de la ciudad de México en el siglo XVIII fue el más grande e importante del virreinato e incluso del imperio español en América. Hacia 1790 la ciudad contaba con más de cien mil habitantes. Dos décadas antes, Juan Manuel de San Vicente, un cronista, se refirió al consumo de alientos y observó que los ingresos más voluminosos a la ciudad eran de productos como pulque, maíz en grano, trigo en harina, carneros, gallinas y pollos, pavos, cerdos, toros, terneros, huevos, sal, pimientos, manteca de cerdo, azúcar y queso. Sobre las legumbres, frutas y semillas, advirtió que era imposible calcular las cantidades que entraban a la capital.
También se vendía pescado, tanto fresco como seco, provenía de los lagos de Texcoco, Chalco, Xochimilco, Zumpango y Xaltocan, y también del Golfo. En 1786 el ingreso de robalo, lisa, camarón, hueva y pescado seco proveniente del Golfo de México, específicamente del pueblo de Tamiahua, llegó a más de 170 000 kilogramos en total.
La carne era consumida por toda la población. Pero de acuerdo con el rango social, el carnero era destinado a los ricos, su costo era elevado porque se le daba una connotación de saludable; la res se asociaba con los consumos populares, al ser la más barata del mercado. Pero los caldos de res eran tomados por la mayoría, sobre todo por los enfermos (a cuya cocción agregaban gallina) pues se creía que la grasa era una valiosa “sustancia” para recuperar la salud.
Igual sucedía con los panes, mientras más cernida era la harina, el producto era más liviano y el precio más caro. Al descender la calidad de los panes, aumentaba su peso por unidad, los panes más corrientes eran los más pesados. Una ración diaria promedio eran aproximadamente 600 gramos. Pero la harina no sólo se reservaba para el cocimiento de pan; se usaba para la repostería y para la elaboración de pastas (tallarines y fideos). Pero es el maíz una parte fundamental de la alimentación de los capitalinos. No sólo como tortillas, sino como base para la elaboración de atoles y tamales, que eran comunes en el desayuno.
Antes de la conquista los indígenas no usaban grasa en la preparación de los alimentos. La manteca de cerdo fue introducida por los españoles, adoptada por criollos y mestizos y, finalmente, asimilada por los nativos. La grasa fue incorporándose a los alimentos que hicieron posible la creación de la cocina mexicana mestiza.
Las clases bajas carecían de cocina como un espacio propio o aislado del resto de la casa. Existen los fogones incorporados a la casa o “comunitarios”, en los patios de vecindades. El combustible era el carbón y la leña, pero se trataba de ahorrar lo más posible; por eso la costumbre de salar la carne, para evitar su cocimiento y de allí que cuando se cocían los alimentos, las sobras y recalentados eran vendidos en sitios públicos conocidos como “agachados”, porque los clientes debían comer de pie junto a los puestos, que no disponían de mesas ni de sillas.
Todo se aprovechaba. El llamado nenepile eran patas, panzas, quijadas y demás menudencias del toro y del carnero, que conformaban el ingrediente de los platillos más baratos vendidos en las calles “en beneficio de los pobres”. Con estos restos de carne previamente cocida se preparaban tacos con suficiente agilidad y sin complicaciones, siempre sazonados con la tradicional “salsa de chile, cilantro y cebolla picada”. Por su parte, la tortilla tenía condiciones óptimas para ofrecer comida rápida y al paso; por su versatilidad se constituía en su envoltorio, también en su soporte, haciendo la función de plato, e incluso permitía prescindir de cubiertos.
Sobraban expendios callejeros de cualquier tipo de alimentos. El hábito de comer en la calle no se puede asociar invariablemente con la pobreza; estudios antropológicos han determinado que los muy pobres sólo participan de manera marginal en la compra de comida. En las plazas de la capital, los atrios y los mercados, la venta de comida es para un público que no sólo reside en el espacio urbano, sino también para una importante población flotante que todos los días entraba y salía a la ciudad, sea para vender o efectuar trámites.
La existencia de las cocinas callejeras y los puestos de comida debe ser entendida más bien a la luz de esa realidad, es decir, como resultado de los masivos flujos cotidianos de población entrante y saliente de la ciudad. La capital no constituía para muchas personas su lugar de residencia estable y mucho menos su hogar. Fue en la calle donde se recrearon las cocinas, con criterios de movilidad y adaptabilidad. Durante la comida, no sólo se alimentaban sino también se identificaban con otros y compartían sus experiencias, recreando sus tradicionales hábitos de convivencia.